Esto es lo difícil | Cuento de Derlin de León

Pintura: Paul Klee


Matar es fácil. Lo difícil es ocultar el cadáver.

Creí tener un buen plan. Cena especial y pastel de aniversario, velas, sus ojos cerrados para pedir un deseo, la primera puñalada en el cuello, luego veinte o treinta, seguidas, en el pecho, en la espalda, donde sea cuando estuviera ahí, boqueando, mirándome fijo, con los ojos rojos, con la piel roja.

Para terminar, cloro, una sábana nueva.

Escribo en Youtube: “ocultar el cadáver”. Pero en esta casa no hay un patio decente y en los límites de la ciudad no hay bosques de pinos, ni lagunas, ni represas. Pura mierda. Por eso terminé encerrada en este baño, con la pulidora caliente, con la cara salpicada, con ocho partes de cuerpo en el piso, porque uno entero es grande y pesado y no se puede sacar en dos o tres salidas casuales, al súper, a la farmacia, al pollo de la esquina.

Algunos test vocacionales me hicieron creer que la creatividad era algo que se me daba, pero la cosa tiene límites. Esto es diferente.

Me toma tiempo salir de casa, no dormí en toda la noche porque no pude. Porque debí limpiar, bañarme, embalar las partes, acomodarlas, tomar medidas, prender incienso, rociar Baygon aquí y allá, limpiar los detalles, bañarme de nuevo. Estoy en el sillón viendo la tele, pero no pongo atención. A las nueve de la mañana solo podía pensar en la nota roja del lunes.

Tocan a la puerta. Apago la tele con un movimiento automático y me quito los zapatos. El corazón me rebota en la garganta y llevo mi mano fría a la boca, como para evitar la tentación de preguntar “¿Quién?”. Tocan de nuevo, con más fuerza. Camino hacia la ventana, despacio, en silencio, pero no asomo. Una voz de mujer me llama por mi nombre, la reconozco. Son los testigos de Jehová. Regreso al sillón aún con la mano en la boca, pensando en que debo resolverlo.

Por eso terminé en esta tienda, comprando un bolsón negro, grande, como el que ocupan en los documentales de asesinos seriales, aunque yo solo sea un principiante. Compré dos, del mismo color, con el pretexto del descuento en el segundo producto.

Es extraño, ahora que camino por este pasillo me siento tranquila, aunque hay demasiada gente en el centro comercial. Nunca había notado que parecen felices, caminan de prisa, de aquí para allá, de allá para acá, parados frente a las vitrinas, en la cola del sorbete de chorro, en la cola de las palomitas. Quizá porque es domingo y ayer fue fin de mes. Quizá porque así es la cosa aquí cualquier día del año. Pero yo estoy mejor, miro a la gente, ellos no me miran a mí, no saben que debo ocultar el cadáver. Quiero una coca bien helada.

Salgo del centro comercial pero no voy a la casa. Una tormenta se está poniendo en el cielo y todo se vuelve gris. Es un buen día para conducir, no hay muchos carros, ni gente en las calles. Llego a San Marcos por la calle que lleva al aeropuerto y regreso por San Jacinto.

Cerca del Zoológico, encuentro la calle que andaba buscando, desolada, cerca del río que fluye. Aquí será, pienso.

Regreso a la casa para resolverlo.

Por eso terminé en este puente estrecho, empapada por la lluvia que arrecia, arrojando el primer bolsón lleno de cuerpo y de piedras. Allá va rodando por la ladera de tierra, unos segundos, cae, del fondo me llega un sonido breve, el agua lo recibe, lo mece lento. Unos minutos… desaparece.

Miro hacia el otro lado del puente, miro hacia el principio de la calle, todo sigue igual. Respiro profundo mientras vuelvo al auto por el otro maletín.

Lo tomo. Todavía me tiemblan las manos. Esto es lo difícil, me digo.

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