Al Dr. Alberto Luna
Era un indio de esa región de Quintana Roo, donde las ruinas, que protege la fiereza de los mayas a quienes no ha sometido la conquista, no han recibido aún la visita de exploradores ni arqueólogos.
¿Conservan allí la antigua religión, como conservan el idioma? ¿Descifran o más bien leen corrientemente esos jeroglíficos que desde hace ciento cincuenta años estudian sabios eminentes del mundo civilizado?
¿Llevan los antiguos nombres, usan sus mantas pictóricas o monedas antiguas, se recrean en los jarros, en los ladrillos ornamentales, cubiertos de relieves y dibujos, y en los estucos maravillosos?
¿Guardan cuidadosos el pez de oro y plata que se mueve y ondula imitando la vida, al solo contacto de su dueño? ¿Sobre todo, hojean, engolfados en esa ciencia que hace tanto tiempo inquiere con avidez el sabio europeo, esos analtés, tiras de papel de maguey de muchos metros, plegadas como abanico, en que desfilan su ciencia, su vida, su historia?
Si es así, ellos han comprado este derecho al precio de cien combates y el extranjero ha pagado su curiosidad con su sangre. Este indio cuyo nombre es Kanob en Quintana Roo, ha leído en un pedazo de periódico, hallado en un camino, arrojado al acaso por un viandante, la noticia de que una expedición científica formada por ingleses, alemanes, mexicanos y franceses, se dirige al país "misterioso" de que hablan antiguas tradiciones, que él lee a diario en sus piedras y analtés o libros: van a Tlapalan.
Indudable es que en ese país podrá él completar sus nociones sobre la época trágica de la lucha de Tula y Palenque. Se dirige, pues, a esa ciudad de Tula que hoy se llama Ciudad Real, en Chiapas, donde se halla la expedición.
Se presenta, no como práctico, menos, entre aquellos sabios, como el único que puede leer en monolitos, graderías, relieves y analtés, lo que es habitual para Kanob desde sus primeros años — sino como simple bracero.
—¿Cuál es tu nombre? —le pregunta Mr. Koenigsberg, el jefe de la expedición. Se llama como todos los indios:
—José.
—¿Y tu apellido? —insistió el arqueólogo.
¿Su apellido?, el de todos los indios:
—Pérez.
Su nombre para todos es José Pérez. Sólo él sabe su verdadero nombre. Su nombre es Kanob —el Firmamento.
***
Llegada la expedición a Copán, su oficio de bracero le da tiempo, al remover los bloques esculpidos, de leer fragmentos o frases sueltas de las inscripciones.
iNada!, no hay nada de Io que busca. Un día, la única vez que habló, exclamó dirigiéndose al sabio:
—iSi estos bloques se pusieran en fila como estaban en las graderías! El sabio aceptó.
Un gran espacio del césped se llenó de bloques, después de Io cual Pérez murmuró:
—iNada!, ino hay nada!
Entonces pidió que se le diese una de las barras; y obtenido esto, se lanzó a los montículos. Dentro hallaría los templos cuyo plano litúrgico le era tan conocido —el sitio de la cripta, la orientación de la entrada o puerta de los sacerdotes, que daría frente al Bacab que sostiene los cielos por el lado en que sale el Sol; el lugar en que está la mesa de piedra donde se halla la vasija sagrada en que guardaban los analtés—, los libros sagrados.
A los pocos barretazos la tierra se hunde y José Pérez desaparece de la vista de sus compañeros. El caporal dice al cabo de pocos instantes:
—iUn hombre perdido! Los gases le han dado la muerte.
Todos se alejan aterrados. Habrá que tomar precauciones para descender al resumidero.
Mientras tanto en el seno de la cripta, un haz de luz que penetra por dos lejanas claraboyas que horadan la pirámide, alumbra la vasija sagrada: una tira de maguey está allí intacta: el negro, el rojo, el azul de las escrituras han palidecido muy poco.
Kanob en aquella cripta estaba transfigurado. Leía, con la serenidad de un Sol de los bajorrelieves.
Era claro. El primer Quezalcoatl habría unido a Copán, Mictlán, Cuscatlán y Tehuacán; había formado la familia maya-nahoa, la misteriosa Tlapalan. Después había comprendido la gran expedición por el mar, que saliendo del Golfo Dulce, había ido a fundar a Tula. Se veía en la parte ilustrativa o pictórica, el momento en que el guerrero, para dar un distintivo al Jefe, le ataba al brazo una correa, y a Quezalcoatl que decía:
—Tú serás el del brazo y los tuyos llevarán este nombre. De hoy en adelante, pues, te llamas Acolhua.
El analté explicaba en torno de las figuras, en signos aglutinados, que la raza de Acolhua o Alcolhue eran los señores del poblado de Aculhuac, en Cuscatlán de Tlapalan.
Kanob dijo para sí:
—De esta misma familia que pasó de la Tula de Chiapas a Tula de Anahuac descendía el desgraciado Acolhua que se llamó Moctezuma.
Una ojeada le bastó a Kanob para leerlo todo; eran signos y dibujos familiares para los de su clase.
¿Qué hacer con el códice? ¿Entregarlo a los arqueólogos que lo insultaban con su impertinente curiosidad? ¿Cuánto valdría ese códice, si sabía ocultarlo? Toda una fortuna.
Una sonrisa de desprecio se dibujó en su faz de ídolo moroso. Además, sería registrado. Se le daría si bien le iba, la gratificación de unos pocos duros.
—iAh! —pensó—, ialgo debemos al extranjero, que en vez del sagrado malahuaste de donde sacaba un príncipe cada medio siglo, el don terrible del fuego que conservaban las vestales, nos vende estas cajillas de fósforos que son tan baratos, portátiles y manuales! ¿Llevar este analté?
¿Para qué? Con nuestra fácil escritura todo Io tengo en la memoria. Puedo escribir estos signos y trazar estas figuras cuando yo quiera.
Y al decir esto encendió hasta tres fosforillos que aplicó a la valiosísima tela. El libro que a través de la ánfora sagrada había calentado el rayo de sol por unos tantos siglos, ardió con más rapidez aún que la yesca.
Al mismo tiempo Kanob dirigía hacia arriba el puño cerrado, en señal de desafio a los arqueólogos.
***
Vuelto a salir del sumidero, José Pérez con fingido enojo, pretextó que se le había dejado sin auxilio en el percance, y pagada su liquidación, manifestó que se volvía a su tierra, pues era de Quintana Roo.
Los arqueólogos Io vieron alejarse con estupefacción:
-¡Un indio de Quintana Roo!
Francisco Antonio Gavidia Guandique (San Miguel, 29 de diciembre de 1863 - San Salvador, 22 de septiembre de 1955) fue un escritor, educador, historiador, politólogo, orador, traductor y periodista salvadoreño. Su vasta obra alcanzó dimensiones enciclopédicas, y se le conoce por ser el orientador de Rubén Darío para adaptar el verso alejandrino a la métrica castellana además de incursionar en el cuento, poesía, teatro y ensayos.
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