Su fin de semana de descanso por fin había llegado. Estaba acalorada de un viaje largo en transporte colectivo desde Santa Ana. La casa para la que servía se situaba en Metapán y tía Aura sólo podía descansar dos veces al mes. Salía en día sábado y se regresaba en día lunes temprano por la mañana. Después de aquel apresurado entierro, tía Aura se quedó esperando que madre tocara la puerta de su cuarto para salir a celebrar mi despedida. Nadie la despertó, eran ya las seis de la mañana cuando cobró conciencia de la situación. Oía sólo los movimientos de mis otras tías y de madre en la cocina calentando el café como en otra mañana normal. Como todo parecía en orden, pero estaba llena de curiosidad, en ese mismo instante tía Aura recogió sus cosas y se devolvió para el laboro. No dijo nada, no comió nada de desayuno a pesar de que tías le ofrecieron café con pan. Estaba molesta por las actitudes de las otras mujeres y madre al no haberla despertado a tiempo para verme partir. Se preguntó por qué habían regresado tan rápido del sepelio y por qué no aparentaban sentir dolor. Salió entonces de prisa de la casa, quiso vestir de negro para guardar luto por su sobrina preferida. Antes de subirse al bus recordó que tenía que ir a buscarme, no se iba a quedar acumulando dudas sobre un funeral poco cariñoso.
Se desvió caminando por la carretera y casi la atropellan de la premura que llevaba. Cuando se hizo presente al cementerio municipal, don Rogelio, el cuidandero, no la quería dejar entrar porque todavía era muy temprano y le replicó que a los muertos había que dejarlos descansar hasta tarde, ¡Qué falta de respeto aparecer tan temprano! Tía Aura le pidió de favor dejarla pasar porque era urgente y ella tenía que darse prisa para llegar temprano hasta Metapán. Le dijo a don Rogelio que a la niña la habían desaparecido de un momento a otro, quería saber dónde estaba.
Tenía la impresión de que no me habían llevado lejos. Le dio más detalles sobre un entierro que había llegado más temprano, como a eso de las cinco de la mañana. Don Rogelio se negó haber presenciado actos fúnebres, había cuidado toda la noche y nadie absolutamente nadie había llegado a dejar ningún muerto a semejante hora.
—Aquí no se hacen entierros tan de madrugada, niña Aura, está prohibido—le dijo don
Rogelio—. Quizás usted está alucinando, añadió—.
—Pero qué raro, cómo voy a estar divagando—respondió tía Aura— estoy segura que a la niña la trajeron aquí temprano, pero usted no me quiere decir para cubrir una verdad de la que me quiero enterar. No hay ningún otro cementerio cerca de la zona y dudo que la madre haya querido pagar uno privado —.
—Eso sí no sé, niña Aura, —replicó don Rogelio—. Mejor devuélvase a la parada de buses y se va. Le va a agarrar la tarde y la niña Toñita no se lo va a perdonar. De todas maneras aquí no hay nada, sólo el mismo tufo de siempre—.
A tía Aura no le quedó de otra que seguir su camino y quedarse otra vez con la duda.
Durante todo el camino pensó en la última vez que nos vimos y dedujo que yo no levantaba ninguna sospecha. — Está raro— balbuceó. Yo más creo que a la niña se la llevaron para otra parte y la madre no me quiso decir que el entierro no iba a ser aquí. Tenía mucho recelo de nuestra relación y temía a lo mejor que yo estuviera pendiente de llevarle sus flores cada quince días. Cuando vuelva a mi descanso, le preguntaré a su madre qué pasó y si no me da razón, le preguntaré a Castro—añadió—.
Ese fin de semana que llegó a casa, llevaba chocolatinas y sangüiches, tenía la esperanza de volverme a ver ya sea fregando platos o limpiando el piso. Después de eso platicaríamos viendo una película en un canal local y por la noche me quedaría a dormir en su cuarto. Sin embargo, se encontró con mi ausencia. Tía Aura entró por la puerta principal de la casa, dejó su maleta en el corredor y se dispuso a buscar a madre. Madre escuchó los gritos y le dijo que no era necesario que gritara.
— Estoy preocupada — le confesó tía Aura — a la niña no la veo desde que pasó aquello.
Decime dónde está. Traigo las golosinas que tanto le gustan —.
—Pero qué tremendo espectáculo, está donde tiene que estar: en el olvido— le respondió madre—.
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