Autófago | Relato de Eiden Guerrero Zaragoza



                             

––Cómete todo, incluso las verduras. Dios sabe que hay muchas personas que no tienen ni que comer.

Carlos apretó los dientes hasta que se formaron grietas imaginarias que más tarde le dolerían, suponiendo que el eco del dolor le recordara, y colocando su dedo índice y el pulgar en cada aleta de la nariz para cortar de tajo la respiración, se metió a la boca la combinación de ejotes y coliflor a la que le había untado un poco de salsa de tomate para disipar la amargura. Masticó, una, dos, hasta seis veces con tal velocidad que no garantizaba la correcta trituración de cada compuesto, y así tragar finalmente la masa robusta sin que su lengua tuviera que sufrir sabores desagradables de más.

Satisfecha, su mamá dejó de observarlo con esa mirada incomoda de cien kilos, tan de la abuela, tan de ella, para retomar a lavar la sartén con restos del jamón empanizado que, naturalmente, ya comenzaba a desintegrarse en sus jugos gástricos.

Era viernes por lo que tenía permitido un solo postre de la gaveta de la izquierda; eligió un panqué de naranja que guardó a la mitad de una servilleta de papel para después meterlo en el bolsillo de sus pantalones deportivos de Batman.

Era viernes, no solo de postres sino también de juegos afuera; fue a su cuarto para tomar su recién comprada pelota de hule roja, reemplazo de las últimas dos que habían vomitado su aire al atorarse en la cerca de don Vicente y, como todo un chiquillo que de repente le juega al rebelde, decidió salirse de casa por la puerta delantera sin avisarle a mamá; no sin antes tomar su chamarra azul de a cuadros, porque aun el peor de los rebeldes sabe cuándo es mejor seguir la corriente.

Días como estos eran sus favoritos, con el sol oculto detrás de las nubes, saliendo de cuando en cuando para calentar las coronillas de los niños que jugaban en el terreno baldío, aquel con parches de pasto seco y marcas de llantas, puesto que usualmente era ocupado como pista de carreras, cancha de futbol y en fechas festivas, campo de batalla con cuetes.

Carlos encontró a Marcelo con los gemelos gordos turnándose para montar la bicicleta roja que habría sido un regalo comunitario para todos los niños del pueblo; al principio los padres anticipaban que se generaran disputas por decidir quien la usaría primero, fue una desconcertante sorpresa enterarse que en realidad existía una amigable organización entre los chamacos, y si alguno intentaba enojarse, se calmaban con unos madrazos en la espalda.

––¡Eh! Carlos ya llegó

––¡Eh, por fin!

––Nos íbamos a ir sin ti.

––Ah, no sean cabrones, no me tardé nada–– Dijo Carlos con confianza, entre ellos se llamaban con palabrotas de adultos sin enojarse o acusarse. Entonces dejó la pelota sobre un parche de pasto para que no rodara lejos, ya con las manos libres tomar la bicicleta por el manubrio con la intención de darle una sacudida para que el gordo Oscar le cediera el turno.

No tardaron en marcharse, Carlos montado en la bicicleta, Marcelo parado sobre la rueda trasera y los gordos siguiéndoles el paso a pie, no sin antes revisar las ventanas de las casas por si algún adulto los vigilaba, a los arboles más allá del baldío. Con maestría siguieron el camino que habían marcado con plumón rojo en las cortezas, a veces tan angosto que tenían que bajarse de la bicicleta para caminar unos metros.

Entre más cercano se encontraban de su destino, el aire arreciaba agresivo con frío, Carlos no tuvo más remedio que ponerse la chamarra y mientras lo hacía vio a Josefina, Emiliano, Tania y Dolores esperándolos afuera de la choza.

––¡Por fin! –– chilló Tania deteniendo la bicicleta por el manubrio para hacer intercambio con Carlos por el tenedor y el cuchillo que llevaba envueltos en un trapito de franela.

––¿Está adentro? –– preguntó el gordo Damián sacando sus respectivos cubiertos del bolsillo trasero de sus jeans enlodados.

––Sí, ahí está.

––¿A quién le toca hoy? –– preguntó la siempre temerosa Josefina, ofreciendo sus cubiertos al aire

––A los gordos y al Carlos.

––Ay, yo también quiero–– se quejó Marcelo arrebatándole los cubiertos a Josefina.

––Los gordos, Carlos y Marcelo, entonces.

––Pero es que no tengo mucha hambre, mi mamá me hizo comer todo ¡Hasta las verduras!

––No seas mariquita. Hoy es tu turno.

No tenía caso insistir, a pesar de sentir la playera estirarse sobre su panza pesada, era su turno, irrompible, sagrado, pactado.

Los cuatro se formaron a la entrada de la choza que casi se encontraba a la par del suelo, enterrada en el pasto y sujetada por raíces que llegaban al techo hundido, por lo que tuvieron que entrar a rastras.

Entre la oscuridad, Carlos sintió al gordo Oscar susurrar hasta que con la ayuda de su hermano logró encender, sin quemarse los dedos, las dos velas largas que habían robado de la casa de su abuela Toña. Entonces, un quejido sutil los hizo dirigirse a la esquina: ahí estaba, tirado en el suelo, su circunferencia desnuda parcialmente iluminada por la tenue luz de las velas y los ojos de luz en el techo.

––¡Perrito! –– lo saludó Marcelo, en realidad no era un perro ni mucho menos se llamaba así, Carlos dudaba que tuviera un nombre puesto que tampoco tenía una casa. Perrito les saludó con una sonrisa amplia y chueca que asomaba sus dientes tiznados. Torpe, pesado, se arrastró sobre su trasero, impulsándose con sus piernas tullidas hasta estacionarse entre ellos. Así de cerca, Carlos podía oler la choquilla de su piel blanca, tan blanca que era posible mapear las venas debajo.

Perrito se acostó dejando expuesto su cuerpo, y aunque Carlos sabía que ahí no había nada, su mirada vagó a donde su pene debería estar, porque aunque no portaba un órgano sexual para confírmalo, sabía que era un varón.

––Buen perrito, ahora quédate quieto–– le cantó Damián mientras decidía por donde comenzar a comer ––Perrito, perrito quédate quietecito mientras te pico. Perrito, perrito dame un bocadito.

Y Perrito se alegró, retorciéndose en la tierra, como si su cuerpo fuera una cola canina y gimiendo se llevó el brazo a la boca lamosa para darse un mordisco; Carlos observó fascinado las tiras de carne desgarrarse, la sangre saltando como si de una naranja se tratase, el sonido chicloso de la carne que Perrito masticaba con la boca abierta y los ojos negros perdidos en alguna parte sobre ellos, ni un minuto después el surco que la mordida dejó en el brazo volvía a regenerarse, como mantequilla embarrada en pan.

––Perrito, perrito, ofréceme un pedacito–– Esta vez fue Carlos quien cantó mientras sacaba el panqué de naranja envuelto en servilleta para dárselo a Perrito, e inmediatamente después hincarle el tenedor en el muslo, cerca de la hinchada ingle, con el cuchillo cortó torpemente un cuadro de carne suavecita; de reojo vio a los otros haciendo lo mismo y a Tania entrando con Dolores detrás.

Perrito, perrito.

Carlos se llevó la carne a la boca y masticó una, dos, hasta seis veces con lentitud, saboreando la explosión de sangre dulzona que se le escapaba de la sonrisa; Perrito está muy jugosito.

––Cómanse todo, Dios sabe que hay personas que no tienen ni que comer.


Eiden Guerrero (México, 1996)

Licenciada en Ciencias de la Comunicación en la Universidad Autónoma del estado de Hidalgo (UAEH). Finalista del III Certamen de relato corto Urrike en modalidad castellano del año 2020 con el relato "No estás realmente aquí". Beneficiaria de la Beca Voces Flamantes del Centro Transdisciplinario  Poesía y Trayecto A.C.

Su poesía ha sido publicada en revistas literarias como: Irradiación, Perro negro de la calle y Zompantle. 

Poeta, cuentista, feminista y gamer.



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