Umberto Boccioni
PRÓLOGO
Desde principios de este siglo, hay una notable preocupación por caracterizar o de alguna forma entender las claves de la poesía salvadoreña en la posguerra, un contexto que en sí urge de serios ejercicios de reflexión. En este sentido, a pesar de no ser ese el cometido de quien escribe estas palabras, es justo decir que el trabajo que Denny Romero presenta con Kamikaze plantea de entrada los principales tópicos que suelen identificar conceptualmente el discurso poético de este período, con el mérito de poseer un tono natural y humano, no afectado de grandilocuencia o pretenciosas intelectualizaciones, y que permite, por lo tanto, conectar la palabra del autor y la propia experiencia.
Ese “caer y no elegir dónde”, citando el epígrafe de Juarroz con que abre el poemario, es una sugerente invitación para instalar desde ahí el motivo que abraza el poeta o, más bien, que le abrasa; y es que, con ello, comienza a perfilar ese estado natural de toda una generación marcada por la indolencia, experta en tácticas de ocio y banalidad, la “modorra”, como se titula el primer poema, es un signo claro al respecto, muy a propósito del hilo que el autor va poniendo para diseñar un objeto que represente de manera menos dramática el transitar que mortifica, el sinsentido, la rutina que asfixia, la inercia de los días o esa “catatonia” de la que habla en el mismo conjunto, es decir, la vida carente de propósito, o quizá la vida factible precisamente por eso, por tanto, sobrevalorada, rica en el absurdo, pero sin llegar a un tono existencialista en el juego enunciativo de preguntas que la exploran. Ahora bien, pronto el autor hará síntesis de sus y nuestros asideros para sobrellevar tal desquicio, en “Amuleto de dolor”, por ejemplo, renovará esa duda que apenas arde en esta época de intensidades y fuegos efímeros, porque, tal cual, solo una llama divina que parezca eterna, como una especie de polo a cielo, podría funcionar para hacer el dolor apenas soportable y el sufrimiento una ofrenda que se convierta en algo parecido a un propósito. Estos sentidos son los que articulan un enjambre de sueños en la primera parte, porque es el “Soñante” quien, efectivamente, se devela en lenguaje onírico para hablar sobre la única cosa que sabe cierta: la muerte y su acecho, su necesaria omnipresencia; así se podría alimentar más la idea de que acudimos a unas expresiones poéticas donde prevalece ese impulso de introspección, como clara necesidad de reparar los espejos rotos y retratos sucios de una posguerra enrolada en el mito de la posmodernidad; sin embargo, todo esto, solo si vemos esta primera parte como un texto aislado de su totalidad.
El segundo conjunto de poemas o, mejor dicho, el segundo momento de la obra, se titula “Caja negra”, donde se intercalan una serie de razonamientos que bien pudieran servir para hacer una revisión de causa del kamikaze, unos argumentos justamente instalados desde el caos, el polvo y lo aburrido de un cataclismo permanente, porque, como lo sentencia el mismo autor: “todo es aburridamente violento”, así que irá buscando en ello conciliar de algún modo la necesidad del sujeto por ofrendar su vida a una causa que no es otra sino la muerte, una búsqueda incesante de su propia muerte, solo por la urgencia de solventar la dudas que le atacan. A pesar de todo, este sentido no agota la riqueza de tonos, enredaderas y resquicios que el bloque presenta, resulta acertado, por ejemplo, el predominio de un mea culpa puesto con mesura entre líneas, ciertamente un carácter confesional que se marca más en los momentos tensos, porque a esas alturas ya todo está resuelto, el acto de morir es lo único real y posible, ya no es parte del sueño, todos nacimos destinados para eso, pero solo lo asume el kamikaze. En este punto, también se agradece el tino que ha tenido el autor al despojarse de un patetismo que no hace falta para ser profundo y honesto en las visiones que presenta, por el contrario, pinta frescos “en los parajes del Greco”, pero lo hace “con asombro goyesco”.
Por supuesto, ningún viaje sería posible sin las salidas de emergencia necesarias y todos los dispositivos de seguridad preparados, para el caso: la esperanza, la nostalgia, el afecto… en fin, todos esos artefactos que son posibles solamente gracias a la noción del otro, incluso de sí mismo como otro. La alternancia de las voces del kamikaze y su amada reciben al lector en la última parte, momento decisivo, que se denomina “Viceversa”. Hay ahí, primero, un sensible dialogo entre el adiós y la pérdida; en medio de todo, el dolor anticipado, el temor atenuado con la mención de aspectos triviales y el intercambio de impactos en la mente, siempre buscando el modo de afianzarse en la existencia del otro; pronto, hacia el final, vuelve la idea plantada hace años y se activa, renovada, pesada como “el mármol de una flor que se marchita”; entonces, la noche y la ciudad reclaman el lugar que se han ganado en la mente que solo en ellas emerge clara; el kamikaze está agitado y cada cosa que dice resulta firme y sonora, en un desborde exquisito que solo puede producirse unos segundos antes del impacto, entonces fluctúa entre pensamientos dulces y amargos y es capaz de decir cosas tan lúcidas como que “la muerte es un secreto de magnolias y ruiseñores”. Así pues, finalmente el kamikaze cumple su misión sin mayores pretensiones o artificiosas aspiraciones de posteridad y, sin elegir dónde, cae.
Denny Romero ha creado con este poemario un escenario intrincado de aristas que la muerte ofrece ante unos ojos abiertos hacia el mundo en su crudeza de días que pasan sin pena ni gloria, ahí su esencia enraizada en el absurdo, su inminencia que muerde los talones, la necesidad de fuegos que amenacen la oscuridad de sus fauces, lo laberíntico de sus formas en el sueño que machaca los miedos, la orfandad que pesa en el otro y las mutilaciones que conlleva. En consecuencia, pensar estas cosas sanamente es un oficio muy complicado, que requiere la inversión de un tiempo en el silencio y a la vez el bullicio de la mente en busca de un orden que solo la palabra encuentra; al respecto, el autor demuestra haber realizado ese esfuerzo con creces y es por eso que no ha tenido más remedio que convertirse él mismo en kamikaze y lanzarse, claro y consciente, para intentar salvarse.
Claudia Salamanca. San Miguel, El Salvador, 1984. Estudió Licenciatura en Letras en la Facultad Multidisciplinaria Oriental de la Universidad de El Salvador y Filología Hispánica en el Centro de Ciencias Humanas y Sociales del Consejo Superior de Investigaciones Científicas de España. Es docente de la Sección de Letras en la F.M.O. –UES en las áreas de Teoría Literaria y Estudios Culturales.
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