Edvard Munch
CUANDO LA MUERTE SE CRUZÓ CON JOSEFINA
…Que se muera el vecino es lógico;
Tras algunas lágrimas es también natural
Que se muera aquella amiga
Y uno por uno todos los que están contigo.
Pero ¿cómo entender que el más allá es
también para ti estando tan más acá?...
Ahí te quiero ver, María Mercedes Carranza
Josefina Carranza, sintió que su corazón palpitaba fuertemente, era un pálpito tan fuerte que ella tuvo que colocar suavemente su mano derecha sobre él y decirle tiernamente que se sosegará, que no estuviera aterrorizado, que se recuperase; pero su corazón parecía no escucharla, se negaba a calmarse y el pálpito parecía aumentar, comenzó a sentir una fría sudoración por la nuca, una ansiedad que se apoderaba de todo su cuerpo luego vino la hiperventilación. Fue en ese instante cuando se sentó en la acera, todavía con la mano en lado izquierdo, hinchó los pulmones con una bocanada de aire que expulsó tan lejos como pudo, hurgó en su bolso y con las yemas de los dedos identificó la botella de agua, se dio un largo sorbo hasta que fue encontrando una ligera calma. Aunque solo fueron segundos, pareció como si el tiempo se hubiese detenido. Se incorporó, apoyándose con la mano abierta, suavemente, pero las piernas aún le temblaban, sentía ganas de quitarse los tacones (caminar sobre el frio pavimento); recostándose sobre los muros como ebria, logró llegar a la puerta e hizo sonar el timbre, llegó con el corazón aun palpitando, aunque ligeramente más controlado, pero aún le faltaba el aire.
El transcurrir entre este último instante y la apertura de la puerta, se le hizo en verdad eterno, sintió que pasaban siglos, tuvo tiempo hasta de imaginarse que nadie abriría, que encontrarían su cuerpo allí, tirado en el cuadriculado del zaguán de su casa, ese en el que gastó tantas horas de su lejana niñez. Cuando ya había perdido las esperanzas y sentía que en definitiva la señal de la muerte se volvía palpable, la puerta se abrió y la luz le iluminó su cara, brilló sobre las gotas de sudor y en cada una de las lágrimas que habían corrido todo su maquillaje.
—Mamá —dijo— he visto a La Muerte en el mercado, pasó por el otro lado justo frente a mí y me hizo una señal de amenaza con su dedo índice.
La mamá la vio tan desencajada, tan fuera de sí, que la tomó entre los brazos y la llevó hasta el sofá, gritaba lanzando órdenes al aire:
—Preparan un té de tilo, rápido, rápido un té de tilo, gritaba desencajada la madre, mientras pasaba su mano sobre la frente aún húmeda de Josefina.
Una de las empleadas al verla tan pálida, corrió al baño, tomó la toalla, empapándola en el lavamanos (el sonido del chorro sobre el lavabo inundó la casa) corrió y se la extendió, la mamá se la pasó delicadamente por la cara, limpiándole el carmín que aún se negaba a dejarle los labios y la pestañita corrida que inundaba sus párpados, cálmate, hija, le dijo con voz suave, cálmate, amor mío, cálmate. El tilo llegó, así que se lo hizo beber despacio, fueron un par de sorbos, ella sintió que le quemaba la garganta, los labios, pero obedeció y los dejó pasar por su garganta.
Cuando ya estaba más tranquila le detalló a su madre, todo lo que había acontecido, fue cuidadosa y minuciosa en cada uno de los detalles, la mamá la escuchó perpleja, sin dudarlo, volvió a gritar a las empleadas:
—María, Juana, preparen pronto las maletas, organicen lo más urgente, mi hija se va ya, fue contundente. Llamó al conductor y le dio instrucciones detalladas de llevarla a la finca, enfatizó en su orden de no comentar con nadie el destino para el cual iba, le ordenó quedarse allí hasta que ella, ella misma llamará para que regresarán. Se giró y le informó a su hija la decisión tomada. Josefina como una muñeca de trapo, se dejó llevar del sofá al auto y del auto a la finca. Tres horas después, sonaba el celular y el conductor le comunicaba a su patrona que habían llegado, que estaban instalados en la Casa de Carmen de Apicalá. La madre entonces respiró más tranquila, agradeció y repitió nuevamente la orden de quedarse allí hasta que ella, ella le llamara y le diera la orden de regresar, que organizará todo lo necesario para que su hija estuviese cómoda.
Nuevamente gritó: —María, Juana, entonces entró María, la empleada de más tiempo en la casa, señora:
—¿Queda tilo? sí, señora, ¿le traigo? ella asintió.
Mientras la mujer fue a la cocina, a calentar el té, ella se embebió en su pijama, tomó entre sus manos el rosario, y antes de meterse entre las cobijas, encendió una vela al Señor Caído de Monserrate, comenzó a recorrer una a una las cuentas mientras pedía por su hija. María regresó, le colocó la humeante taza en la mesa de noche y corrió las cortinas. Como flotando en el aire salió de la habitación y cerró tras ella la puerta.Ya en el abrigo de las frías sábanas, tomó la almohada y la abrazó con fuerza, sin abandonar el rosario, casi inmediatamente cayó en un sueño profundo, pero, no fue un sueño tranquilo, sentía una extraña incomodidad en los hombros, algo que no iba bien con su cuerpo, no se sentía cómoda consigo misma, fue justo allí cuando vino La Muerte y le visitó.
—Entonces ella le dijo: Mi hija es una mujer joven, rebosante de salud. ¿Por qué, entonces, te acercaste a ella esta mañana y la miraste de forma amenazadora? Sé que es natural que se muera tu mejor amiga, y uno a uno los que están a tú lado, lo sé, pero no mi hija.
—No era una amenaza —respondió La Muerte al ser interpelada— cuando vi pasar a tú hija, efectivamente le hice una señal, pero no fue de amenaza, no, tú sabes que la muerte no amenaza, fue una señal de sorpresa por verle, yo simplemente levanté mi mano llamándola, pero ella confundió las señales, fue presa del pánico y corrió veloz, se perdió entre la multitud, no pude ver en qué dirección. Aunque sentía su palpitar, su angustia, su hiperventilación, no lograba verle.
—Si vienes a preguntarme dónde está, desde ya te lo digo, no te lo diré.
La Muerte se carcajeó y replicó:
—que me importa a mí que me digas o no dónde está Josefina, yo, simplemente quería decirle que esta noche, mientras tu plácidamente durmieras entre tus sábanas frías, con la almohada abrazada, vendría por ti. Quería avisarte que hoy vendría por ti, que te prepararas, que te daba tiempo de tu rosario de cada noche, de encender la vela al señor Caído de Monserrate, pero ya ves no se pudo...
Luis Alejandro Cháves Hernández
(1963, Ciudad de Buga, departamento del Valle del Cauca, Colombia)
Ingeniero Civil con especialidad en Gestión Ambiental y Cooperación Internacional. Tiene un Diplomado en Creación Literaria y actualmente cursa una Maestría en Narración Literaria en la Universidad de Salamanca.
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