Insistencias | Cuento de Ricardo Hernández Pereira

 

Salvador Dalí

Las llamadas comenzaron a llegar la segunda semana de noviembre. Aunque los primeros números le parecieron locales, a medida que pasaron los días, notó que los códigos comenzaron a ser diferentes. En una primera impresión, se creyó víctima de una broma de mal gusto, porque recibir tantas llamadas de números tan raros, le parecía algo extrañamente sobrecogedor; sin embargo, sus indagaciones lo llevaron a concluir que, efectivamente, eran llamadas provenientes de diferentes partes del planeta.

La insistencia llegó al grado de recibir un centenar de llamadas por día, en diferentes horarios, incluso en horas de la madrugada. A veces despertaba sobresaltado, con los ojos vidriosos fijos en las notificaciones de “llamada entrante” que reflejaba su teléfono celular. Le horrorizaba la voracidad con la que le buscaban, y se sintió presa de una situación absurda, como si de pronto, todas las ondas de radiofrecuencia a nivel mundial se desviaran únicamente a su teléfono móvil.

Se le ocurrió, entonces, que lo mejor sería silenciar el dispositivo, pero imaginó que la luz parpadeante seguiría ahí sin darle tregua, persistente, recodándole a cada instante que, al otro lado de la línea, alguien precisaba hablar con él.

Pasado un mes, las llamadas mermaron. Disfrutó momentos de sosiego sin las mortificaciones que le generaba aquel ringtone punzante y amenazador, y se creyó libre de cualquier culpa generada por la incompetencia de la compañía telefónica de su Estado. Errores ocurrían a diario, pensó. Había escuchado de casos similares en otras regiones donde algunos artefactos sufrían desperfectos y terminaban ocasionando grandes desastres. Rememoró, de improviso, las historias de ciencia ficción donde las máquinas se apoderan de todo el planeta, y se echó a reír al imaginarse oprimido bajo el control de su pequeño aparato móvil; pero en la víspera de la nochebuena, las notificaciones regresaron con insistencia lapidaria.

Nunca imaginó que aquella tonada que había escogido con tanto deleite ahora le resultara sofocante, estridente, como el grito de una madre luego de un mal día de trabajo o el silbato del policía que ordena estacionarse y mostrar las credenciales a la mayor brevedad posible.

Implacable, con una insistencia mayor que en un principio, el tormento se prolongó semanas.

Cada llamada era suficiente motivo para hacerle vomitar.

Crispado, con la paciencia llegando al límite de lo insufrible, determinó que, si las llamadas no cesaban, él haría que aquel aparato dejara de gritar.

Martillo en mano, inició la aniquilación de lo que creía su principal tormento. Dos, cuatro, seis golpes: las descargas fueron violentas y repetidas. Ocho, nueve, diez impactos: no pararía hasta ver sólo fragmentos en el piso. Once, doce, quince golpes: un rompecabezas que jamás se pudiera volver a armar. Y siguió así, golpeando hasta comprobar que aquel zumbido se había extinguido con cada descarga del odio más sincero de su corazón, hasta hallar sólo pedazos de pedazos, astillas, güistes, vidrio molido.

Una vez hubo terminado, lanzó el martillo a un lado y se sentó en el piso, aliviado, mientras tomaba consciencia del ritmo que adquiría su respiración. Algo había ahora en el aire que lo tranquilizaba. Cerró los ojos y se pasó la mano por la cara para comprobar que aquello no había sido un sueño. Había sudado de más y notó que un abundante vello había poblado en su cara durante el transcurso de aquel suplicio.

Lo primero que deseaba hacer era escapar de aquellos muros, ir por un helado de chocolate, caminar por el parque y luego, con seguridad, dormiría por varios días hasta olvidarse por todos los medios del asunto.

Se dio un baño y se afeitó. Eligió cuidadosamente su ropa. Terminó de arreglarse el cabello en el espejo del elevador y, una vez en la calle, se dirigió a la sorbetería más cercana decidido a regresar a casa poco antes de las seis.

Pero regresó a las cinco en punto.

Un retortijón lo dejó en ascuas cuando, en el pasillo, creyó escuchar a lo lejos el timbre de un antiguo teléfono sonar: era el aparato fijo de su vecino. Dudó por unos instantes, pero luego escuchó otro timbre aún más distante, y luego otro, y otro más, como si repentinamente el edificio entero se fuese llenado de una lluvia de llamadas insistentes que lo iban acorralando poco a poco sin darle tiempo a escapar.

Lo tenían atrapado.

Se le ocurrió refugiarse en su pequeño apartamento cuando, de pronto, escuchó su teléfono fijo sonar.

Abrió la puerta y contempló el aparato que rabiaba con obstinación.

Fue entonces cuando cerró los ojos y, sacando fuerzas de la debilidad, extendió la mano y levantó lentamente el auricular. Del otro lado alcanzó a escuchar una melodía empalagosa que le pareció estúpida. Acercó aún más el oído y de pronto, una voz oscura y mecanizada asomó nítidamente del otro lado de la bocina:

Buenas tardes, le saluda Fernando Gainza, analista de crédito del Banco Internacional BCP. El motivo de mi llamada es para hacer de su conocimiento la mega campaña crediticia que estamos llevando a cabo en toda la ciudad. Esta es una oportunidad única que no dudo traerá múltiples beneficios a su vida…


***



Ricardo Hernández Pereira (El Salvador, Mejicanos, 1985)

Docente. Sus relatos aparecen en: Memorias de La Casa: 12 narradores (Índole Editores, San Salvador, 2012); Tierra breve: antología centroamericana de minificción Centroamericana (Kalina Editores / Índole Editores, San Salvador, 2018); en la revista Cultura 122 (DPI, San Salvador, 2017). Ha publicado Soft Machine (Cuentos, Índole Editores, 2021).


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