Palabras de ajenjo en el lienzo del mundo
La poesía es un campo magnético. Su trabajo es hacer un esbozo de la realidad al ingerir –continuamente- sus síntomas. Como una madre, toma el pulso y soporta la fiebre, abre pasadizos y se golpea en paredes que son la enfermedad y la medicina. Sus versos pueden ser pañitos de agua tibia en la cúspide de una noche fría o ráfagas de tempestad al borde de una calma engañosa. Vladimir Amaya ha sabido leer y procesar una escritura lúcida. No en vano sus poemas son un manifiesto al no aceptar los restos del impacto sin ver las migajas de sus facciones en el dividido espejo de los días: Somos un rostro en los hilos de la cera. / Somos el tiempo que fabricamos / de posibilidades perdidas. / Mañana seremos tal vez la orquídea, el refugio y el ladrillo. / Hoy estamos seguros de nada.
La metáfora del desencuentro se manifiesta: el poeta no busca la poesía, es ella la que hace añicos la agenda de su receptor y se mete (a codazos y mordidas) al bus de las palabras. Todo en un descenso extraño hasta la cúspide, donde el poema (satélite de ajenjo en la nada oscura) abre los ojos después de una caída sideral, en el devenir de tiempos tan aciagos como sorprendentes; campiña de visiones que pueden ser la libertad, pero también el texto de un mañana que gotea en la gruta de una impotencia feroz.
Un amor con los puños en la tierra: Así es el cariño cuando le salen dientes de navaja / no suelta / perro de cacería. O la angustia por El panadero acribillado, quien amasará las nubes / para el Dios de su esposa. / La harina se le polvoreaba de los agujeros / cuando recogían su cadáver…
Un amor, con cólera, por una patria mancillada: Nuestra esperanza es tierra de muertos, escribe sobre un país tirado por catorce mulas (o familias) que golpean a sus habitantes con bruscos golpes de timón, con el hambre en el plato diario de los ciegos.
Luego se preguntan por qué surge un Daniel, a quien se le descascara la noche en el rostro. ¿Será él uno de los niños que, en otro poema, torturaron a un pájaro? Oh, Madre, / (…) / qué será de mí / cuando haya dejado el nido, / y el mundo me encuentre y me lance la piedra.
Cuánto quisiera el poeta haberse quedado en la infancia, frente a las Raras aves que fueron del paraíso. Las niñas y sus cajas musicales. / Las niñas y sus gatitos muertos, que luego crecerían para ser, quizá, una Adriana, quien Edificó su abecedario de perlas y cicatrices en la bitácora sin fin de los adioses, donde un beso / puede ser el lugar más solo de la tierra, cuando fluye una desolación que abre un portal y las múltiples lecturas que puede arrojar la desdicha, nada que en el temblor no se precipitara hacia la sombra.
No hay casualidades en la vida y menos en la poesía. Al final, escribir es otra forma de sanar (no el pasado), de cambiar los patrones del futuro. Fueron los primeros inviernos de mi padre / los que me dejaron herido el recuerdo de esta lluvia. Palabras sagaces, en el centro del agua y la sed, pero también un vendaje de guerreros en la terrible amnistía de una sociedad que no ha sabido criar a sus entes masculinos, desbordados en una certeza desigual, en el machismo reacio a la ternura, con un karma que revive los trazos de la culpa en el boceto de río donde flotan –como cuerpos inflados– la miopía, una raíz confusa, el áspero hombro que carga los siglos. Con mi padre entré a las cárceles, / a los burdeles / y a los siquiátricos de todas las ciudades. / Fue la soledad de mi padre mi “primera comunión”. / Yo estuve con él / frente a ese espejo sin respuestas / y supe de barcos hundidos, de trenes oxidados.
El hastío es protagonista de esta obra, sus ratones en el inodoro, como el que ronda la cocina de estas páginas, y que llega hambriento hasta acá, a la hora / cuando los hombres cruzaban la noche con sus pies descalzos. ¿De quién nos habla Vladimir? No en vano las ratas son las primeras en denunciar las injusticias del barco; las ratas que juzgamos, que han sembrado su universo en las alcantarillas, que no alcanzan a costurar las esquirlas de la condición humana. Golpéame, hermano, golpéame; / acuchíllame los ojos, / arráncame las orejas porque he escuchado al mar decir tu nombre. / En el estómago golpéame, / en la cabeza. / Cortos son los hilos de sangre que nos separan.
Y nos unen.
El ADN de la muerte y el amor prolongan su aparición en Tania, un texto cuya lectura rompe –contundente– un vidrio al que se le forman escamas: te conocí el día de tu muerte, /así, fatigada,/ como esos besos estrujados /de las muchas canciones de amor que te sabías. Y que dialoga, con su dolor cuántico, con la guerra de las cien horas, en un tiempo inconcebible, al referirse a la arena y la sangre: aprendí a masturbarme junto a las pieles putrefactas / de las novias ajenas que murieron / y no quise enterrar porque también sus cadáveres / eran hermosos.
Un libro donde tienen varios puntos de ebullición los derechos de los niños, de las madres, de las mujeres golpeadas por una realidad tripulada por la ironía: El perfil se renueva con cada víctima, / ponle “Photoshop”; nadie notará que ya no respira.
Un poema –como todos los de esta antología– escrito con doloroso vértigo, frente al horizonte: abismo en cada anochecer, en el desvarío de un túnel atravesado por colores fantasmas que han esculpido este libro (duro como peleador callejero) con el calibre de un creador y su constante diálogo con la poesía: Golpea profundo, pega profundo en el cuerpo, / como quien cava la tumba para un padre o un hijo.
Dennis Ávila Vargas
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