El libro del carnero | Poemas de Josué Andrés Moz

Puvis de Chavannes

Postal en sepia


Es mediodía en mi sangre.

Toco tu rostro para confirmar que mis dedos existen,

            para reconocer mi respiración en el latido de tus labios.


Pienso en nosotros. 


Aquella noche la arena fueron mis dedos

y la espuma resbalaba de tu vientre;

yo tenía la edad exacta para pronunciar tu nombre,

las sílabas tejidas como pétalos precisos alrededor de mi lengua.


Pienso en nosotros 

y se apaga mi rostro.


La oscuridad es aquello que nos dijimos

después de esa madrugada

en que liberamos a los cangrejos.


Aguardiente 

A Carlos Gerardo, Rommel Martínez, 

Efraín Caravantes y Fredy  Mejía, 

por sus íntimas intenciones con el lenguaje.


Semillas, semillas como arena. Todo tiembla y el mar es una navaja que encuentra el perdón para nosotros. El mar entre las manos, el vidrio que canta, la arena recubriendo la tráquea, endureciendo los nervios. Todo tiembla y es anfibio el laberinto y tiene labios la noche y dice lo que yo nunca he podido. Veo el estanque donde duermen las estrellas —pensamiento acuático este, voz de piedra. Lo que rompe la piel del agua es la ausencia, lo que llena las estrellas con su luz, es aquello que nos quitaron de la mirada. Bosques de sangre nacen en los ojos. 

Comprendo que la culpa se vacía en los zapatos y nada más, comprendo que hemos llegado a la edad en que masticamos el plomo y abandonamos esa necesidad de encontrar a los culpables. En el vientre: las palabras, el filo del vaso, las burbujas que se acumulan y desgajan su fiebre sobre nosotros. 

Hay un lugar en el rostro de la página, en el hueco del insomnio, un sitio coagulado que repite su altura y nos ve diminutos, como toda manzana mira a la serpiente al morder su propia cola. Un enjambre de luces para iluminarnos los dientes, para rellenar nuestra caries, quinientas luciérnagas de sangre para humedecer la juventud. 

Quien toque esta página estará tocando la desnudez.

A este poema nadie puede entrar por la puerta de adelante. Este poema es una casa con las ventanas rotas y roto el lenguaje que lo escribe desde el tejado. 

En la cabeza del alfiler se han fundado los imperios. Hay un puente de aire, tenso de un lado al otro del abismo y los poetas doctos dirán: no se puede cruzar el puente, nos están vendiendo humo, nos están fabricando el misterio. Entonces el poema será exiliado eterno de las antologías y no será estudiado en las aulas de los intelectuales, y mucho menos ganará premios en el extranjero, pero el poema nunca estuvo hecho para ellos, el poema no cabe en las manos de escarabajos que ruedan las sobras de su propio asombro. No hay hígado en el poema, no hay bilis para bañar el signo. Los niños cruzan el puente y es invertebrado el amor de sus ojos; la palabra que escuchan es el pájaro que tiran para atravesar las piedras.

Todo tiembla y hay una canción desconocida que se escucha a través de sus manos. 

A este poema se entra con los pies descalzos y nunca se pregunta por sus peces ni por la arena que queda extraviada entre las uñas. En este poema se escucha el rumor de los corales y se saborea el deletreo de las algas. 

Este poema es un vaso transparente y cada quién decide lo que queda en su garganta.


Las viejas costumbres 


E̶l̶ ̶S̶a̶l̶v̶a̶d̶o̶r̶ ̶r̶e̶c̶o̶n̶o̶c̶e̶ ̶a̶ ̶l̶a̶ ̶p̶e̶r̶s̶o̶n̶a̶ ̶h̶u̶m̶a̶n̶a̶ ̶c̶o̶m̶o̶ ̶e̶l̶ ̶o̶r̶i̶g̶e̶n̶ ̶

y̶ ̶e̶l̶ ̶f̶i̶n̶ ̶d̶e̶ ̶l̶a̶ ̶a̶c̶t̶i̶v̶i̶d̶a̶d̶ ̶d̶e̶l̶ E̶s̶t̶a̶d̶o̶,̶ ̶

q̶u̶e̶ ̶e̶s̶t̶á̶ ̶o̶r̶g̶a̶n̶i̶z̶a̶d̶o̶ ̶p̶a̶r̶a̶ ̶l̶a̶ ̶c̶o̶n̶s̶e̶c̶u̶c̶i̶ó̶n̶ ̶d̶e̶ ̶l̶a̶ ̶j̶u̶s̶t̶i̶c̶i̶a̶,̶

 ̶d̶e̶ ̶l̶a̶ ̶s̶e̶g̶u̶r̶i̶d̶a̶d̶ ̶j̶u̶r̶í̶d̶i̶c̶a̶ ̶y̶ ̶d̶e̶l̶ ̶b̶i̶e̶n̶ ̶c̶o̶m̶ú̶n̶. 

Artículo 1. Constitución de la República de El Salvador



«Amo tanto a mis hijos que nunca me atrevería a traerlos al mundo.

 Amo tanto a mis hijos que nunca me atrevería a traerlos al mundo.

 Amo tanto a mis hijos que nunca me atrevería a traerlos al mundo». 


Por la lengua de la espada se desliza la sangre:

  hay cabezas de niños dando vida a la balanza,

  la mujer calla, es rígida, inmóvil,

  tiene los ojos cerrados y sonríe para nosotros.


Este es un país solamente para viejos.

Nunca nos dejaron ser niños,

   siempre nos dieron sangre, canas,

   calendarios para nuestras lenguas,

   tatuajes de tinta cortada, pañuelos para nuestros días,

   siempre nos dieron el fuego,

   cosecharon el limón más jugoso para nuestras llagas,

    cada noche nos entregaron los besos que nunca deseamos conocer.


Saliva oscura hay de los sedientos,

fiebre de los amantes del cuerpo de Cristo.


Y nunca les bastó el cuerpo de Cristo entre las manos,

y no son sino los avemarías el perdón para la sombra,

para el animal hambriento, para el diente que rompe el nervio.


Ritual desnudo, ceremonia que oscurece los rostros,

que parecida a serpiente recorre las piernas,

y quebranta faldas como la muerte hace con los párpados


            (la inocencia queda en la placenta, en el frío, en la niebla,

            en algún basurero oxidado a diez años de nuestro llanto)


Una mano es capaz de desmoronar los besos,

de triturar con sus dedos el calor de todos los abrazos.


Sólo espaldas frías nos dieron

 sólo dulces para cosechar la rabia,

 algunas monedas, algunos juguetes,

 algo de compasión privada para aprender el oficio

 de fermentar en silencio nuestra amargura,

y seguir visitando a nuestros tíos,

y seguir viviendo con nuestros padres,

y seguir la cansada rutina de sonreír al esposo de nuestra madre,

y guardar los cuchillos bajo la almohada

                        como un gran secreto familiar.


Allí está el retorno, 

en la voz del sacerdote al dictar la misa,

en la las lenguas artríticas de viejas que gritan:

«aleluyamén, diosbendiga, ruegapornosotros

y niñaustedtienelaculpa, muy cortita la falda,

porque el hombre es hombre y el diablo es diablo»


Sólo vientres rotos nos dieron,

 una cita con bisturíes en el quirófano:

 la doble sentencia de ser culpables

 por extraviar nuestra infancia

 en algún hematoma de la memoria.


 Nos escupieron el rostro,

nos dejaron masticando sus muertos,

nos obligaron a parir a sus hijos,

cultivaron la ceguera en sus reinos,

y nos cerraron la puerta con doble llave,

nos espiaron desde las ventanas tranquilamente

y nos vieron contar una por una

las arrugas que nos escribieron en la sangre.



Josué Andrés Moz 

San Salvador (1994) 

Poeta y gestor cultural. Egresado de la Licenciatura en Letras por la Universidad de El Salvador. Ha publicado poemas en diversas revistas literarias, así como en distintas antologías dentro y fuera de su país.  Publicó Carcoma (Editorial La Chifurnia, 2017), Pesebre (Editorial La Chifurnia, 2018), Babel (Malpaso ediciones, 2020). Algunos de sus poemas han sido traducidos al inglés, italiano, árabe y francés. En los últimos años ha participado en congresos y festivales de literatura, entre ellos: l Festival Internacional de Poesía de Aguacatán (Guatemala, 2018), Primer Encuentro Centroamericano de Escritores Edilberto Cardona Bulnes (Honduras, 2018), Primer Congreso Centroamericano de Literatura (USAC, 2019) y en la trigésima edición del Festival Internacional de poesía de Medellín



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