Alcohólico anónimo
A un tal Lic.
Un enredo de espinas
me cubre la cicatriz enraizada
en la cuneta del hígado.
El fuego plateado del alcohol
me hizo caer
dentro del desperdicio humano
apilado en las cárceles,
en los manicomios,
en los hospitales,
en esas casas de locos
repletas de ejemplares como yo.
Un diablo de saco y corbata
cabalga mi viento de arriba para abajo,
montado en la explosión
de las carcajadas
del perro cantinero que soy.
Con el alcohol no se juega.
Yo no supe entender el presagio
de las cicatrices
en la cara arrugada del abuelo.
Hoy ya estoy parado
sobre el hormiguero.
Las picadas me suben
hasta el pedazo de cielo
donde cuelga mi única oreja.
El alcohol y su fuerza motriz
son el cadáver de un hombre en cuclillas
atrapado en el fondo
de un gusano muerto.
Hay flechas rompiéndome la frente
desde mi nacimiento
en el hechizo con la botella.
En noches como la de ayer,
de truenos y relámpagos
y ausencia de luz eléctrica,
suelo preguntarme:
Qué tipo de calendarios y amigos
dejé asomar a mis balcones,
después de que fui un niño sano y juguetón,
niño de calles de tierra
y carritos de plástico.
Hoy ya estoy quebrado de la clavícula.
Al dar un paso en blanco mis pupilas vibran.
Las venas saltadas de mis brazos vibran.
Soy amargura de choque
cuando escucho la mala palabra.
Su apodo es “café amargo”
Él lleva en la frente
la estampa del desgaste de los años,
extiende su brazo por completo
y lanza un bastonazo al imbécil más cercano.
Y nosotros
somos muy desconsiderados,
tiernamente crueles,
monstruosamente jóvenes,
nos aprovechamos de la circunstancia. Pobre hombre.
A cualquier hora del día lo ultrajamos,
nuestro vínculo con él es una burla;
lo provocamos con gritos
para verlo convertido en bestia.
Nuestra intención
es hacerlo sentir torpe
como un hombre genuino y estúpido,
y que aquello sea muy divertido.
Mala vida
La anciana saltó desde el puente,
y todavía se desploma boca-abajo.
Todas las avenidas
fueron su residencia,
su cama era cualquier andén,
cualquier charca su baño;
las tormentas fueron insectos
que le escarbaban la piel.
Quería borrar del mapa su mala vida y saltó.
Se abrazó fuerte
a la idea sólida del beso contra el asfalto.
Como si venirse abajo
contra el suelo tórrido de 150 metros de altura
no le rajara el cráneo, según ella todavía cae,
todavía tiene hambre
según ella, sumergida en la neblina del coma
deambula en paisajes grises,
con la espina gruesa
de su hambruna vida
atravesada en la boca del estómago.
Yo el sarnoso
No quiero lava del destino
dentro de mis botas.
Yo no quiero ser parte
de estampidas de cuerpos
varados en vida,
desfilando en ruidosas calles
de fiestas patronales;
porque yo
sólo necesito el ritmo
del ruido cristalino contra las paredes verdes
de mi soledad embotellada.
Y aunque en pleno vuelo
se desplomen sobre mí
nubes de arena,
ningún sol invisible
que busque opacar la luz
de mi vereda,
ninguna piedra carente de agua
entrará en mis botas;
porque yo masco tabaco
como quien vive feliz de estar enfermo,
me muerdo los codos como enfermo
y me basta.
Creo en el viento callejero
como fantasma que nos golpea
el rostro muy duro,
y nos lo acaricia con cinismo suave.
Sé que cuando en la lengua
me brota lo sarnoso,
requiero en el instante
una dosis de algo. Suficiente.
Oscar Ulises Fuentes. Quezaltepeque (1988).
Estudiante de Educación con especialidad en Lenguaje y Literatura en la Universidad Pedagógica de El Salvador. Fue miembro del «Taller literario Altazor», de la Universidad Francisco Gavidia; pero donde encontró las herramientas que necesitaba para darle comienzo al desarrollo de su lenguaje, fue en el violento «Grupo literario Tezcatlipoca». Hoy por hoy, reside en Ciudad Delgado.
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