En la cabaña | Relato de Walter Saravia




 ¿Qué sucede cuando buscas el descanso en un motel de paso y no lo encuentras? ¿Qué sucede cuando buscas tranquilidad y lo único que obtienes es…?

Me despertaron unas leves pisadas. Imaginé que una mis hijas se había levantado al retrete, me giré y me acomodé en forma fetal, mientras me arropaba por completo con la cobija, intentando reanudar el sueño, pero cuando el descanso me iba alcanzando, volví a escuchar los pasos. Me incorporé en la cama y busqué el interruptor de la lámpara en la mesita de noche. Encendí la luz. La cabaña estaba en completa quietud.

     Ver a mis hijas durmiendo me quitó esa sensación de que algo ocurría en la oscuridad.  Hasta gracia sentí cuando vi a la mayor, quien frente a mí, cruzada de extremo a extremo en el sillón, parecía un capullo a punto de explotar, si estuviera más envuelta con la manta me ganaría. Por el contrario, mis dos hijas menores, dormían destapadas, ajenas a sentir la más mínima intranquilidad y desamparo durante el sueño. Con una sonrisa en el rostro y la imágen de mi hija mayor aún fresca en la retina, me dispuse a apagar el interruptor cuando noté una sombra acuclillada cerca de la estufa. Mi corazón me dio un vuelco. Sentí mi frente helarse de golpe. Agudicé la mirada para poder distinguir la forma de la sombra, pero en realidad no conocía nada en mi registro mental con qué asociarlo. Mi mano, un tanto inquieta, comenzó un lento peregrinar hasta las caderas de mi esposa, necesitaba apoyo de inmediato, de otra manera, mi corazón colapsaría en ese instante. Ella no reaccionó. El balbuceo de mi hija mayor hizo desviar mi mirada hacia ella, llevando mi taquicardia al borde. 

     Volví la mirada con rapidez hacía la estufa buscando la sombra en cuclillas, pero me encontré con un peluche al borde de la cama. Con sus patitas gordas hacia arriba, proyectaba las sombras necesarias que casi me habían provocado un colapso. Sonreí. Me sentí apenado conmigo mismo. Me acomodé en mi posición inicial, esa que me hacía sentir protegido, al menos un poco. Apagué la luz y cerré los ojos.

      Poco a poco sentía caer en la suave y esponjada nube del sueño, cuando un brusco movimiento en la cama de mis hijas me arrebató de golpe esa placentera sensación. Abrí los ojos a la penumbra, debo aclarar que si fuera por mí, hubiera dormido con la luz encendida, como lo hago siempre que me encuentro solo. Me quedé  expectante por unos segundos. Nada. Pero pasados unos minutos, escuché los pasos una vez más. Mi corazón se echó de nuevo a la carrera justo cuando la calefacción se activó y casi muero ahí mismo por el sobresalto. Una corriente de aire tibio circundó la pequeña cabaña, para gradualmente ir subiendo de intensidad.  «Está programada para que dure activa cinco minutos» me dije. Hasta ese momento, no le había prestado ninguna atención y daba igual, ya no pude reanudar mi sueño.

     A medida que el calor del interior de la cabaña era absorbido por el frío del exterior, mi cuerpo comenzaba a tiritar. Me embocé de pies a cabeza, dejando solo un pequeño orificio para mis ojos, me gustaba engañarme a mí mismo pensando que me sobre arropaba por el frío y no por el miedo. Algo pasaba en aquel lugar y no me equivocaba.  Volví a escuchar pasos y esta vez fue la peor de todas, ¡porque estaban direccionados! Recorrían desde la entrada principal hasta la puerta del baño ¡repetidas veces! Las zancadas eran cortas e iban a la carrera… ¡Eran pasos de infante! Pensé encender de golpe la lámpara de la mesita de noche y enfrentar con valor aquello que deambulaba por la cabaña, pero mi brazo no quería salir de su escondite. Esperé. Un respirar agitado se escuchó de la cama contigua a la mía. «¿Y si mi hija esta despierta y también lo escucha?» Me preguntaba. «Debo encender la luz»  

     Con lentitud, fui sacando por un rincón mi mano izquierda, hasta llegar al interruptor de la lámpara. Lo encendí y al abrir los ojos me topé de golpe con los ojos de mi hija más pequeña, que al igual que yo, se encontraba arropada de pies a cabeza, dejando solo un pequeño orificio para sus temerosos ojitos. Me miró y con un movimiento de ojos me señaló por dónde provenía el sonido de los pasos. Asentí, con un abrir y cerrar de ojos. Debí demostrar madurez ante una situación así frente a mi pequeña, lo sé, pero aquello, fuera lo que fuera, me sobrepasó y no tuve el valor en ese preciso momento.

     Así pasamos unas largas e interminables horas con mi hija. El auxilio llegó con los primeros rayos del amanecer, hasta entonces, al sentirnos seguros dormimos despreocupados. Ninguno de los dos mencionó nada al despertar porque sabíamos que no sería tomado en serio. Preparamos nuestras pertenencias para volver a casa, la excursión había terminado.  

     ―Iré a dejar la llave a la recepción ―dije a mi esposa.

    ―¿Te acompaño, papá? ―preguntó mi hija pequeña, compañera de la aventura nocturna.  

     ―¡Vamos!

     Caminamos sonrientes por un corto sendero repleto de maleza. Esperaba de un momento a otro que mi hija me hiciera alguna pregunta, pero no pasó. Llegamos a la recepción y una amable señorita, con una enorme sonrisa, en el rostro preguntó:

     ―¿Todo bien?

     ―¡Sí, todo bien!

     ―Veo que estuvo en la cabaña 313, junto al arroyo, esa…

     ―¿Esa qué? ― interrumpí.

    ―Nada, señor, disculpe. Esa cabaña es muy hermosa y alejada de todas las otras. Me atrevería a decir que es muy privada y solitaria, aunque las personas asiduas a este sitio no piensan lo mismo. Yo la llamo: “El Descanso”.

    ―Disculpe, señorita ¿usted sabe por qué se escuchan pasos desde la puerta hasta el baño? ―interrumpió mi hija.

     La hermosa joven de piel canela y ojos vivarachos, rompió con una sonora carcajada e hizo que mi pequeña hija se escudara tras de mis piernas. La miré con seriedad y pude notar que a pesar que reía, su risa no estaba conectada con su rostro, ya que este expresaba una mezcla de asombro y preocupación. Apoyé mi mano sobre el hombro de mi pequeña para hacerla sentir cómoda nuevamente. Al notar la imprudencia en la que había caído, la joven se recompuso, no sin antes pedir disculpas por su errático comportamiento.

     ―¡Perdón! Esto me pone un tanto nerviosa y la risa es un acto reflejo. Sabe, muchos se han quejado de eso y, en lo personal, lo viví en pleno día. Ahí murió un escritor aficionado. A él le gustaba esa cabaña, venía cuatro veces por año. Para que "las musas le acariciaran", solía decir, realizaba un pequeño ritual: se desnudaba frente a la puerta principal y comenzaba a dar pasitos lentos y suaves hasta la puerta del baño, iba y venía, iba y venía. Hace algunos meses, había reservado la cabaña por cuatro días, para nosotros era normal verlo llegar y simplemente verlo partir, pedía que absolutamente nadie le molestara, nunca salía a ningún lado, permanecía en el interior durante su estadía, pero en esta ocasión, llegado el día siete, mandamos al conserje que diera un vistazo y lo encontró en el piso. Los forenses dijeron que tenía seis días de fallecido y desde entonces, se han reportado sonidos extraños, pero sobre todo, esos pasos, de los que usted me habla. Usted ha leído “Los pasos de la Cabaña” de Walter Cooper.

     ―¡No!

     ―Bueno, el escritor es malo y sus escritos peores, pero en ese relato, el escritor plasmó lo vivido durante una semana, él solo, allá abajo junto al arroyo, sin conocer lo sucedido en ese lugar. Espero volverlos a ver pronto.

     Dijo esto último con una enorme sonrisa en el rostro.  


Walter Saravia. Santiago de María, Usulután. 

Escritor autodidacta. Actualmente, radica en Los Angeles, California. Obra publicada: El cipitio jamás contado, El libro del señor E y Huevorai. 

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