El primero que encontró el papel fue el barbero. Lo halló tirado sobre el alcor, cerca del viejo molino. Recogió la hoja, que el viento y la lluvia parecían haber respetado, y leyó los gruesos caracteres dibujados con caligrafía enérgica. De allí bajó, ya con forma de cerdo.
El hecho alarmó a la mujer del barbero, quien subió luego al alcor acompañada de su suegra. Encontraron el papel, lo leyeron y comenzaron a dar pequeños gruñidos ¡Coin! ¡Coin! El maestro de la escuela se dio cuenta del asunto, y subió; también bajó corriendo y dando gruñidos. Después fue el policía, quien llegó al pueblo con su gorra de uniforme trabada entre las grandes y peludas orejas. Más tarde el carpintero, el molinero, la modista, el boticario, cuatro niños, once niñas, el inspector sanitario, etc… El último fue el cura, y su caso más patético: la negra sotana no alcanzaba a cubrir la cola rizada, que flotaba como una bandera a medida que el animal corría por las calles de la aldea, perseguido ya por millares de cerdos. Apenas se salvaron unos cuantos campesinos viejos y analfabetos.
La hoja de papel amarillento quedó sobre el alcor. Funcionarios de la capital del Estado, delegados de la Universidad, científicos y periodistas extranjeros y curiosos de los pueblos vecinos, se mantienen a prudente distancia sin atreverse a leer el texto mágico. De vez en cuando lo hace algún desaprensivo, sin que los oficiales del ejército puedan impedirlo; entonces corre otro cerdo colina abajo, hasta llegar a las calles del pueblo, que hoy es una inmensa porqueriza.
Álvaro Menén Desleal
No. 17, Octubre 1966
Tomo III – Año III
Revista de Imaginación.
Pág. 345
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