I
Fue una mañana en la que me dijo, que en su cuerpo se habían posado las pinceladas de la primavera, haciendo enmudecer las letras de la poesía, ella en sus manos había tomado el rocío y la luz de la aurora, había deshecho los caminos a la cumbre de la gloria a la que aspiran los mortales. Bajó por los ríos a repartir las alegres alabanzas que entonaban quienes han partido al firmamento para guiar nuestros caminos y sueños. Al llegar la noche termino su cruzada por los campos verdes, y arropo su cuerpo bajo la espera de ver nacer algún día, otro amanecer como el de esa mañana llena de gloria.
II
Cada noche tengo esta rara sensación de que la negrura de un misterio me traga, de que mis entrañas son expuestas ante mis miedos, que mis des variaciones mentales se hacen físicas y me golpean la cara con el odio suprimido en el tiempo...
Me provoca miedo llegar al cuarto y ver la cama fría esperando mi tibio cuerpo para envolverlo en su rencor...
No tengo tiempo para llorar, solo puedo ver que las horas pasan tan rápido y la lluvia se hace más eterna, que mi comida sabe a desprecio y sueños frustrados y mi café a puras agonías sufridas en silencio.
III
Un rocío luminoso emanado de tus parpados primaverales, cae en mi boca como la sangre de mis manos gastadas en la guerra cotidiana que perdí antes de encontrar una batalla.
Déjate caer en mis palmas bañadas en el carmesí de mi verdad, renuévate con mi juventud hechizada, antes de entrar al eterno bosque de la vida, de donde volverás envuelta en blanca divinidad.
Despiértame de mi sueño antes de que me marche a tu firmamento, déjame contemplarte en esta vida infértil, no dejes que mi sangre se profane en el olvido y que tus ojos vean la verdad que mi voz y mis palabras mezquinan.
IV
Campanadas de la mañana, deja mundo poder oír los pájaros cuando cantan a dios.
Estoy herido por la noche, con el silencio en este hogar siembro lentamente cada día un poema en el vientre de las calles, la sombra de mi rostro se queda en el humo que se disipa por mis labios.
Tenías razón abuela, yo no conocía de la vida ni de ingratitudes, yo no sabía de horizontes y noches sin estrellas, yo no sabía que tu muerte fuese tan cercana, pero tú abuela, de todo eso ya sabías.
Es mediodía y la noche aún no abandona mis ojos, me sobra un beso despreciado por los luceros.
Me embriaga la constante soledad capitalina, el vaivén de todos a ningún sitio, al mismo del cual no salen a menos que mueran.
Descifro vidas sin tener pista alguna de cómo fue conformada la mía, mientras la lluvia corroe mis versos en el callejón del cuerpo de una muchacha ya lejos de esta patria.
Llega la tarde y reconozco el olor a tierra ajena y desde las cavernas del ayer oigo en campanadas de mi abuela su voz diciendo: ahora comprenderás como se espera la muerte.
V
Oigo como tu voz se dibuja sobre el cristal, viene la luz del día a levantarme como lo hacia mi madre, te quedas en la sonrisa de mi rostro al verte terminar el suspiro en momento que me besas.
Que mas podemos desear los amantes un domingo, la frescura de la mañana es cobija del deseo, la modorra una escusa para arrullar tu cuerpo entre mi lejana angustia de verte partir.
Ya no nos queda nada que derrotar, tu cuerpo con el mío eran las únicas fronteras por pasar, ahora, solo nos queda la muerte o la envidia de los que no entienden lo innecesario de amarrar el amor en papeles.
Luis Velásquez. Santa Rosa de Lima, La Unión (1996). Estudia Psicología en la Universidad Centroamericana José Simeón Cañas. Fue miembro del taller de poesía de la Casa y Museo Salarrué, coordinado por Alberto López Serrano. Ha participado en distintos recitales y conversatorios.
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