NUESTRA ÚLTIMA PALABRA

Ilustración: La Página Desértica

La pandemia por el covid19 no ha detenido a La Página Desértica en su quehacer como divulgadores. 

Antes de la pandemia, la reunión era con algunos amigos. Espacio en el que se entablaron numerosos diálogos con los escritores invitados. Luego de tres años de divulgación cultural que iniciaron con la visita del Taller Literario El Perro Muerto (Vladimir Amaya, Manuel Barrera, Dennis Ernesto y Roberto Deras) en agosto de 2017. A Manuel Barrera Ibarra le tocó ser el último invitado presencial en La Página Desértica. En el 2020, pese a la cuarentena estricta y el miedo imperante, a diferencia de la economía, para los gestores culturales no significó una pausa para el desarrollo de actividades. El colectivo, como tantos otros, encontró un espacio en la virtualidad. 

El 30 de octubre se  transmitió a través de facebook, Nuestra Última Palabra, lectura y conversatorio con Fernando Vérkell (Guatemala) y Kike Zepeda (El Salvador).

Entre los temas que se abordaron están la importancia de la lectura con ejercicio y herramienta para el escritor, un hábito del que no puede estar separado. Lo cotidiano como experiencia creadora y sobre los medios digitales como vehículo con un mayor alcance de lectores críticos para la nueva literatura.

Transmisión completa aquí.

A continuación, compartimos con ustedes una muestra del trabajo literario de los invitados.


Kike Zepeda (Santa Ana, El Salvador. 1990). Licenciado en Antropología Sociocultural. Ha publicado “Oficio de pájaros” (Proyecto Editorial La Chifurnia, 2015), “Para que la muerte no te encuentre” (Proyecto Editorial La Chifurnia, 2016), “Esta Manera de olvidar” (S/E, 2016), “Los Nadantes” (POE, 2019), “Laura.com y otros links” (Editorial EquizZero, 2019), “Poemas con barba” (Proyecto Editorial La Chifurnia, 2019). Aparece en la antología “Torre de Babel. Antología de poesía joven salvadoreña de antaño: “Los apócrifos salmón; volumen XV”.


FRENTE A UNA MUJER CALLADA


Contra unos labios que dibujan un silencio con voz de mujer, 

Contra una boca que deshila todas las palabras que le inventé, 

En contra de un rostro con menos palabras que un retrato.

Para vencer, pues, la muerte esgrimo este beso.


CLICK
I


[la distancia entre dos bocas que se quieren besar es solo un dato] [lo que dibuja el cursor: Una danza de cortejo]

Open file: Click:

“mía es la mariposa de tus ojos de mi boca es tu hombro desnudo para mi asombro es el milagro de tu mirada”

Exit

II


Click / para tu desnudez renacerán mis manos

en tus pezones morderé el sabor de todas las rosas Click / para tu olor inventaré un mapa con mi nariz

que sepa de todos tus caminos

que no tenga descanso hasta llegar a tu piel

Click / navegaré la constelación de tus lunares con la punta de mi lengua hasta que uno me conceda todos los deseos


Doble Click

La brújula de mis manos descansa en tu piel

Enter.





Fernando Verkell (Ciudad de Guatemala, 1989). Escritor y docente. Relatos y reseñas literarias de su autoría han aparecido en revistas y antologías iberoamericanas. Colabora en el área cultural del diario Al Poniente, de la ciudad de Medellín (Colombia). Ha publicado El sendero del árbol enjaulado (Tujaal Ediciones, 2019) y la novela Káplan (Loqueleo Santillana, 2020). Su libro de relatos Problemas de una ciudad sin trenes (2020) fue seleccionado por la Coordinadora de Editoriales Independientes de la Universidad Autónoma de Baja California, y publicado en Tijuana por Malvia Editorial.


EL VECINO DEL PARQUE 36

El hombre cruzó la vereda y espió. La casa, vista desde lejos, parecía un barco con las velas bajas.

A principios de mayo oscurece de prisa y la lluvia es una amenaza latente. El hombre, sin perder tiempo, rebuscó algo en su chaqueta, juntó los labios, imitó el sonido de una amante en la oscuridad bajo la lluvia y esperó. El perro que dormitaba sobre la hierba crecida alzó la mirada y, por tres segundos, estudió al extraño: hombre viejo, sin rasgos definibles, con bolsas como nubes bajo los ojos, quizá inofensivo, tal vez medio estúpido. Alegre y esperanzado, el perro se acercó y olfateó. Nada raro, solo un olor a hierba mezclada con carne y almizcle. Mientras el perro comía con la desesperación del canino siempre hambriento y descuidado, el hombre esbozó una sonrisa. Una luz se encendió en la ventana superior; el hombre desapareció. El perro volvió al rincón sucio y desvencijado que solía llamar hogar.

Soy un viejo inútil y sin voz. Mis nietos me permiten vegetar en lo más alto de su casa. No soy, sin embargo, inmensamente infeliz, porque todavía retengo algunos antiguos placeres: cuando llueve me gusta correr las cortinas y dejar que la brisa limpie mis ventanas, además, tengo buena memoria y mejores ojos. Recuerdo que aquella noche la lluvia fue pertinaz y afanosa. Escuché ruidos y arrastré mi trasero inmóvil, clavado al andador, hacia la ventana del tercer piso: el perro se retorcía al compás de los alcaloides que le cocían las venas y los intestinos. Pensé: «El viejo lo ha hecho de nuevo».

Me sentí torpe y nulo. Encendí la luz del pórtico y traté de volver a la cama, pero no logré cerrar los ojos. Aquel perro era ladrador, pero inofensivo y su enojo era justificado. Su amo, un viejo policía retirado, lo maltrataba y se negaba a alimentarlo. El perro, como protesta, solía aullar de madrugada, ladrar hasta perder la voz, corretear a los vecinos y gruñirle a los desconocidos. Yo lo comprendía bien.

Dormité hacia la madrugada. Antes de las ocho, me despertaron los gritos furiosos del policía retirado. Me acerqué a la ventana. Un círculo de cabezas blancas y desordenadas rodeaba la casa.

Las ancianas, cruzadas de brazos, bajaban la cabeza en señal de luto. El viejo alzaba el bastón y lanzaba juramentos. El perro yacía de costado, en rígor mortis, como un niño subsahariano abandonado.

Entonces lo vi: cruzó la calle, estiró la cabeza, como un ave de rapiña que llega tarde al festín y siguió su camino. Llevaba una bolsa con leche y pan. Era el vecino del parque 36.


 REGRESIÓN 


—¿Fuma usted?

—Estoy tratando de abandonar el hábito—respondí. —Gracias.

—Buena suerte—dijo el anciano y sonrió. — Yo llevo cincuenta años intentándolo. Si es capaz de encontrar una manera efectiva, escriba un libro, y lo leeré con un cigarrillo en la boca.

Alzó ligeramente su boina de abuelo y, frente a mis narices, casi como un acto cruel, encendió un Proszfor rubio, y aspiró. Se largó poco después, cadencioso y lento, como un barco del retorno.

Lo repudié y me sequé la frente. Tomé un taxi y llegué al auditorio antes de tiempo. Me dediqué a pasear por la Calle de los Príncipes. Leí el periódico de la tarde, bebí café y me imaginé con un Casino negro, sin filtro, humeante y vasto como todo el universo. La obra no valía mucho y abandoné la sala durante el intermedio.

Llegué a casa y traté de cenar. La comida sabía a heno. Toda la maldita noche hubo calor y una llovizna pertinaz se estrellaba contra la ventana. Una pandilla de gatos recreaba la coreografía de Beat It, y yo revoloteaba en la cama sin descanso.

Antes del amanecer tomé un baño. Bebí café y me enfrenté a la ciudad inmóvil. Toda la mañana evité entablar conversaciones estúpidas y me escabullí de llamadas y reuniones.

En el ascensor, Dunlop, mi amigo de Internacional, reconoció mi congoja.

—Tres días ya, ¿eh?

—Creo que sí. Viejo, esto es horrible, un calvario. Moriré o mataré a alguien.

Dunlop sonrió. Sacó un casete del bolsillo, me lo extendió y explicó el procedimiento:

—Antes de dormir rebobinas el casete, tratas de estar relajado, te la jalas un poco, o algo así, te metes a la cama y escuchas los preámbulos. Los sonidos binaurales inducirán el sueño y ahí es donde empieza lo bueno: no tendrás que hacer nada más que abrir la bocota y roncar. El doctor Philip Tamo hará el resto. Y listo. Mañana fumarás tanto como un asmático en medio del desierto a través de una tormenta de arena.

Incrédulo, pero desesperado, agradecí el gesto y me largué a casa. Me acosté, encendí el walkman y presté atención.

El doctor Tamo parecía un tipo relajado y seductor. Su voz era melosa y clara. Eso es, ahora, respire y deje que el aire salga lentamente. Relájese, respire, y mientras escucha el sonido de mi voz, deje que entre y salga, que salga y entre…. En cualquier momento, el doctor empezaría a desnudarme con ternura…

Recordé mi calvario tabacalero y me dejé de tonterías.

El doctor Tamo requería mi atención; me pedía que me fijara en mis párpados. Lo hice, supongo. Mis párpados jamás habían sido fiscalizados de esa manera; quizá estaban apenados o ansiosos.

Después, me fijé en mis pómulos y más tarde, mi mandíbula, algo inquieta, recibió mis pensamientos.

Empecé a pensar en mi adolescencia. Fumaba porque me sentía solo. Fumaba porque mi padre era alcohólico. Fumaba por ese hedonismo idiota que satura de esnobismo a los aspirantes a escritor. Fumaba porque era puntual y no tenía otra cosa mejor que hacer.

El doctor contó hasta tres y aspiró. Relaja todo tu cuerpo. El cambio está en ti. Si quieres que ocurra, ocurrirá. Eso es. Uno. Dos.

Tres. Me dormí.

No recuerdo mi pesadilla, pero desperté muy triste y con un sabor pastoso en la boca. La grabación había terminado y me dolía el cuello. Amanecía en la ciudad. Era el primer día del resto de mi vida, como dicen. Con el cigarrillo matutino, el primero de muchos, desaparecieron mi ansiedad y los temblores. El tabaco negro me supo a una sinfonía cilíndrica de ángeles barrocos.


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