Al sur de la muerte
existe mi barrio,
tiene el cielo rojo
y su cielo es gris
semilla de abandono.
Arañada de luz y de sangre su simiente.
Piedra de siglo antepasado
es donde se levantan su sombra y sus muros.
Nube que viaja en círculos,
mi barrio:
la cola oscura de una rata.
De vestidos blancos y brillantes,
montado sobre un río enfermo y desquiciado
es como llega a nosotros.
Paso fronterizo es ahora
de coyotes y alimañas,
de viajeros que no sobreviven
a las hogueras de su veneno.
Se marcharon los grandes señores,
las distinguidas familias,
las delicadas señoritas y los refinados caballeros.
Quedamos nosotros
y no podemos quitar del fuego su polvo
o quitar el polvo de su fuego.
En los rincones de este barrio
es donde Dios planea incendiar
sus propias catedrales.
Y todavía la antigua orquesta se escucha por esas calles
que respiran su febrero festivo sin principio ni ocaso.
Y son los carnavales a una virgen,
que se acerca para alumbrar nuestra lepra con su vela en mano,
mientras cientos de ahogados caen desde su pubis ardiendo
bajo la lluvia del 12 de junio de 1922.
Barrio de espantosos gritos,
de alaridos de animal condenado;
desde entonces
baña las vidas de manera aterradora.
En un lento y cegador grito has brotado,
Barrio,
ladrillo a ladrillo levantado para tus gélidos silencios.
Barrio de besos de esos novios
que se pasean en tu pequeño parque bajo la luz de la luna,
y buscan los cines “Modelo”, “México”, “Regis”
y los comedores cercanos para tomarse una limonada;
novios que sueñan su vida en los bailes
de un mañana demasiado viejo;
de los besos de esos novios de ahora
que ya no pueden reconocerse
porque les arrancaron la cara a machetazos,
les picaron el corazón a mordidas
y ahora besan el suelo con su calavera descubierta.
Resuenan por tus pasajes las explosiones de fin de año,
o las detonaciones de alguna cuenta pendiente.
(Aprendí entre tus paredes a saber la diferencia).
Barrio de maderos con detalles acabados.
De aquella miss universo y niñas violadas.
Olor a siglo XVIII tus calles de polvo;
con tus empedrados de siglo XIX,
de asfalto de siglo XX
y tus lámparas LED de siglo XXI.
El barrio, mi barrio.
Mira, tú, el reloj en la torre de su iglesia,
Dios ha detenido la vida de este barrio
a las cinco con diez minutos de la tarde
porque el atardecer le provoca una enorme nostalgia.
Pequeñas casas en mi barrio,
barrio de apretados mesones en apretadas vidas,
como un puño malévolo de esperanza y angustia.
¿Ves a los fantasmas?
no han muerto y van a sus trabajos sencillos:
tareas humildes en las construcciones,
en los mercados colindantes;
¿Ves a los otros?
son la mayoría: perdidos, proscritos;
mi barrio santuario de los perseguidos,
de los asesinos, los que el hambre mató y dejó vivos.
Aquí se planean las violaciones,
los asesinatos de mañana, cada día de un día interminable.
Hay fiesta al sur de la capital,
siempre hay fiestas y son tibias
y dolorosas.
Las ruedas de la feria están oxidadas
y son las más impresionantes…
¿Escuchas la algarabía,
sientes el aroma a la comida típica del barrio?
¿Ves las casas?
En sus vientres hay risas
y también ladridos espeluznantes,
y hondos pozos de hombres sin cabeza;
¿Miras las calles, venas abiertas donde
los alcohólicos vomitan sus fiebres
y tiemblan desnudos los drogadictos
al sacarle los ojos a sus hermanos
y cortar los cuellos de sus madres con vidrios de botella?
¿Ves a los niños?
juegan a la pelota en medio de la vía,
y montan bicicletas destartaladas
y sonríen como esos otros niños del tiempo
que surcan el aire y la música de libros viejos y antiguas fotografías;
ellos también juegan todavía a la pelota,
y vuelan sus piscuchas
y cabalgan en bicicleta y se calzan sus patines.
Todos estamos aquí,
en este barrio al sur de la muerte.
Y estamos:
Teódula, la niña
a quien la ceniza sepultó en el incendio
en una Navidad ya olvidada.
Jonás, el muchacho albañil,
muerto por la bala que nadie sabe de dónde vino,
Jorgito, sobrino del cura Fernando, preso desde los 18;
“Topo”, el huelepega que todos conocen
pero nadie alimenta;
la Niña Rosario, atropellada a dos cuadras de su casa;
Estercita, la niña de catorce años raptada por el río.
Estamos todos,
vivos fantasmas que respiran muertos,
como si fuéramos una gran criatura
que agonizara sin fecha de exterminio.
Y estamos:
Don Juan, el electricista,
sentado al fondo del acantilado
desde que “los muchachos” lo arrojaron del puente
por no pagar la renta;
Virginia, la sonriente enfermera
soterrada con sus hijos a la hora de un terremoto sin año.
Y estamos:
Doña Julia y su tienda abierta los domingos,
aunque un domingo se fue al Norte y no llegó
y no volvió para abrir su tienda.
Y estamos:
Betty, la transexual que todos los viernes por la noche
abordaba un taxi rojo en la esquina,
y una mañana la encontraron acuchillada 25 veces dentro de una maleta.
Y estamos:
don Raúl y su pan, y su infarto, y su pan dos veces más por eso mismo;
Andrea, la muchacha que ya no volvió de traer las tortillas,
Moises, el enloquecido tira-piedras, vuelto loco
por una decepción amorosa, según el cuento de los vecinos;
Chentino, el zapatero,
y sus cervezas con los amigos los sábados por la tarde.
Aunque ya no queden amigos,
aunque ya no queden tardes.
Aún las rockolas suenan en mi barrio
y las putas bailan con su tristeza
y ríen con el humo del cigarrillo,
pero siempre
una niña llora al final de su sangre al ver pasar frente a los burdeles
el Vía Crucis y el Santo Entierro.
Barrio,
mi barrio
lleno de escuelas pobres y de cantinas asquerosas;
todavía los antiguos pianos ambulantes
se dejan oír si el ojo se vuelve oreja.
Pon atención al vacío:
el barrio se mueve como una culebra
en medio de los siglos y de los cielos.
Mi barrio, pequeña patria dentro de la patria,
como un cadáver dentro de otro cadáver.
Candelaria:
lugar de la más profunda y hermosa desdicha.
Barrio-reflexión sin sentido.
Barrio-collar de balas en el cuello.
Barrio-tatuaje de la melancolía.
Con la urgencia del terremoto futuro
te hundirás en la noche de mi memoria
cuando en cajas me lleve la vida que tus días respiraron para mí;
serán para entonces, en el reloj de tu iglesia,
las cinco con once minutos.
Vladimir Amaya.
Nació en San Salvador el 18 de agosto de 1985. Licenciado en Letras. Se supone que es profesor de Educación Media. Ha publicado poemarios y antologías desde 2010. Murió en 1932, pero eso es otra historia.
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