ALQUIMIA DE MEDIANOCHE | CUENTO DE CARLOS ANCHETTA

Caspar David Friedrich - Uttewalder Grund | Caspar david friedrich,  Painting, Casper david

Pintor: Caspar David Friedrich

Una mañana Roger apareció en la oficina. Dijo que había sido recomendado por el gran jefe, y que iba a ocupar el puesto bacante que dejó Guillermo. Lo vimos sentarse en el cubículo. Nadie dijo nada, pero yo sé que todos pensábamos lo mismo, es decir, todos creíamos que era el nuevo protegido del jefe, otro que nos iba a causar más de un dolor de cabeza. Yo no vi tan trágica su incorporación porque él tenía que ayudarme con los trabajos que se habían acumulado por varios días.

Mientras lo observaba ordenar su espacio de trabajo, me informaron que el jefe me necesitaba en su oficina. Fui con la imagen de Guillermo en la cabeza. Me encargó a Roger. Dijo que era un pariente suyo, pero que nadie debía saberlo. Confío en tu discreción, dijo. Cuando salí de la oficina todos me miraban de forma escandalosa. No le dije nada a nadie, a pesar de algunas insistencias.

Comencé a perder el respeto de mis colegas. Algunos llegaron a decirme que me había vendido, que ya no querían tenerme en sus reuniones. Les dije que no se preocuparan, que iba a estar siempre de su lado hasta el final. También les dejé claro que si ellos habían decidido alejarme, yo no me iba a oponer. Esas palabras aumentaron el descontento. Pocos días después probé la terrible y planeada indiferencia de toda la oficina.

Puse al tanto a Roger de lo que hacíamos. Con mucha paciencia le expliqué al detalle hasta las cosas minúsculas. Él agradeció mi comportamiento. Me dijo que yo era el único que no lo veía como enemigo. Le dije que no confundiera las cosas; que si lo ayudaba era por orden del jefe. También le dije que ya conocía su parentesco con él, pero que no se preocupara, que no los iba a delatar. Bajó la cabeza y estuvo así varios segundos. Me agradeció y comenzó a trabajar así como yo le había explicado. Todos nos habían visto cuchichear, suponían que ya me había pasado al otro bando, y que había traicionado mis principios.

Poco antes de la hora de salida, Roger fue a mi cubículo a pedirme mi correo electrónico. Dijo que era importante estar en contacto por cualquier eventualidad que se presentara en el trabajo. Lo pensé un poco y se lo di. Dijo que era una buena decisión. Le dejé que yo no era de los que pasaban conectado toda la noche, que si no era algo importante, mejor no me escribiera. Se desilusionó un poco, pero aceptó.

¿Quién trabajaba en este cubículo? ―me preguntó desde su lugar de trabajo, cambiando completamente la conversación.

Los compañeros de los cubículos vecinos me volvieron a ver asustados. Me quedé pensativo unos segundos. Luego le dije que el tipo que había ocupado el lugar donde él estaba, había sido un buen hombre y un íntimo mío.

¿Cómo se llamaba? ―insistió.

Ahora ya no tiene importancia.

Para mí es muy importante saberlo.

¿Por qué?

Porque ahora estoy en su lugar.

Un gran silencio se apoderó de la oficina. Todo se deslizó hacia la más estricta gracia espiritual.

Se llamaba Guillermo ―dije gravemente.

¿Y qué es de ese hombre ahora? ―me preguntó Roger.

Hace dos semanas se pegó un tiro en la cabeza ―le contesté mirándolo con desprecio.

Se quedó callado. No movió un músculo. Luego fue a disculparse por su indiscreción. No le contesté. A los pocos minutos salimos de la oficina.

Esa noche no pude conciliar el sueño. Pensé mucho en el nuevo de la oficina, y sobre todo, en el suicidio de Guillermo. Todavía me negaba creer que estaba muerto, que ya no lo volvería a ver, y que ya no haríamos lo que habíamos planeado. Pensé que Guillermo había sido egoísta conmigo; que nos merecíamos un hasta luego. Creo que esa noche lloré. La verdad no lo recuerdo con claridad. Al día siguiente aparecí en la oficina con un espíritu desafiante. No iba a permitir que nadie perturbara mi tranquilidad. Me puse mi mejor traje y estuve atento a cualquier murmullo de la naturaleza, así fuera el más simple.

Mis compañeros notaron mi cambio de ánimo. Vi a mi alrededor y me di cuenta que Roger no estaba. Pensé que se había dado cuenta que no era el empleo ideal. Me sentí avergonzado por no haberme comportado bien y por dejarme influenciar por los prejuicios de mis colegas. Unos minutos después supe que Roger gozaba de un permiso especial, que volvería en un par de días. Todo el mundo se enfureció. Alargaron sus caras dando bufidos. Ver esos rostros me pareció de lo más gracioso del mundo.

Antes de empezar mis labores, tenía la costumbre de ver el correo electrónico. Era mi ritual de las mañanas. Cuando abrí mi correo, aparecieron en mi bandeja de entrada dos mensajes nuevos. Abrí el primero que correspondía a Gloria. Me comentaba las novedades de Boston y otras menudencias de las que ya estaba al tanto; como siempre, anexaba fotografías e imágenes cursis de caricaturas en pleno avance amoroso; por último, en una nota especial, me reiteraba su amor y el deseo de verme. Contesté enseguida el mensaje ―como siempre―, también reiterándole mi amor y mi compromiso. Siempre que le daba click de enviar, no sé por qué me embargaba una terrible sensación de tristeza.

Abrí el otro correo electrónico y era ni más ni menos que de Roger. Él me agradecía las atenciones que le había dedicado en su primer día en la oficina, y me enviaba unas fotos de un paraje desértico donde había estado. Me explicó que el paraje quedaba en las afueras de la ciudad, que era un sitio espléndido para la meditación. A Roger no le respondí el mensaje. Con las miradas de mis compañeros sobre mis espaldas, comencé a trabajar.

A los dos días llegó Roger. Tenía un leve rasguño en el pómulo derecho y un pequeño moretón bajo la oreja izquierda. Esto no es nada, me dijo mientras se remangaba su camisa para enseñarme unos raspones en sus brazos. Le pregunté qué le había sucedido y él me explicó que en el lugar de las fotos había un peñón de varios metros de altura que le gustaba escalar. Esa vez resbaló, lo que provocó las laceraciones en su cuerpo. Otras veces me ha ido peor, comentó con una sonrisa.

En la oficina comenzaron a verme como traidor por ser compinche de uno de los enemigos. Ya para entonces todos sabían del parentesco de Roger con el gran jefe. Como nadie aceptaba mis explicaciones y todos se mostraban indignados, me involucré desinteresadamente con Roger. Descubrí a un gran ser humano, a un excelente amigo y, sobre todo, a un compañero excepcional. Un día, para dejarles claro a los de la oficina que Roger era mi amigo, lo invité a almorzar a un sitio fuera del alcance de ellos. Para un mejor golpe a la sensibilidad de mis antiguos aliados, acordé salir con él unos minutos antes de la hora. Desde ese día mis antiguos y fieles compañeros me relegaron al olvido, cosa que a mí poco me importó. Yo tenía a Roger, que era una persona extraordinaria y más interesante que esa bola de imbéciles instigadores.

Todos habíamos juzgado mal a Roger. Él nada tenía que ver con los asuntos del jefe, y estaba de acuerdo en una transición de mando. Mis compañeros estaban convencidos de que era un enemigo. Yo no hice nada para que pensaran lo contrario. Eran inflexibles a las explicaciones.

Me sentí comprometido con su amistad. Acordamos hacer actividades juntos e intercambiarnos cualquier cosa por medio del correo electrónico. A partir de ese día hubo dos grupos en la oficina: Roger y yo, y los demás. Él era un tipo encantador y parlanchín, lleno de una vitalidad atlética que contrastaba con mi incorregible holgazanería. A veces lo acompañaba en sus aventuras, pero yo prefería otro tipo de distracciones, unas donde no tuviera que hacer enormes esfuerzos. Yo admiraba la disposición que tenía al ejercicio. Su cuerpo ya lo había condicionado a soportar grandes tareas de resistencia. Era flaco, de mediana estatura, lampiño, casi siempre vestía de negro; su cabello era casi afro, aunque su piel era blanca; tenía una visión corta, pero no le gustaba usar anteojos para no parecer de más años; era un amante empedernido de la música Ska y de la Nueva trova; sus brazos eran largos y huesudos, y sus piernas daban la impresión de un animal de presa. El día que se apareció por primera vez en la oficina contaba con veinticinco años; vivía solo, y no se le conocía enamorada alguna. Para entonces yo pasaba de los treinta, pero eso no fue impedimento para que nos hiciéramos amigos.

A pesar de que nos veíamos en el trabajo y que los fines de semana hacíamos cosas juntos, nos enviábamos correos electrónicos todo el tiempo y chateábamos hasta altas horas de la noche. Siempre teníamos novedades que compartir, y nunca tuvimos un desacuerdo o una polémica grande. Llegábamos hasta la madrugada chateando, lo que hacía que nos presentáramos en la oficina con una apariencia deplorable. Nuestros colegas empezaron a murmurar cosas. Unos llegaron a suponer que teníamos una relación amorosa, y que el jefe la permitía. Una tarde casi le rompo la cara a uno de los habladores. Lo habría hecho si Roger no detiene mi brazo. Me dijo que no valía la pena, que era mejor ignorarlos porque así les demostrábamos que no estaban a nuestro alcance. Ya para esos días no tenía trato con mis antiguos camaradas, a no ser el estrictamente profesional.

Mi relación con él ha sido una de las mejores que he tenido. Quizá solo el trato que tuve con Guillermo se le llega a comparar. Curiosamente los dos ocuparon el mismo sitio de trabajo, y los dos tuvieron un desenlace trágico. Lo de Guillermo fue premeditado a todas luces, pero lo de Roger, ¿qué misterio se confabuló? ¿Será cierto que alguien estaba jugándome una broma? ¡Pero si yo puedo decir que todo fue verdad! ¡Yo mismo soy testigo de que todo sucedió!

He pensado en el asunto. He llegado a la conclusión de que tal vez todo es producto del vacío que dejó Roger en mi vida. Lo llegué a querer más que a cualquier otro, a pesar del poco tiempo que compartimos. A lo mejor no dejo ir a las personas. Quizá Roger fue más importante en mi vida de lo que yo pensaba, y que lo que pasó es el resultado de no dejarlo ir a tiempo.

Roger trabajó más de siete meses en la oficina. Después de esa fecha ya no lo volví a ver en ningún sitio. Mis compañeros parecían inquietos con la extraña desaparición de mi amigo. El jefe me preguntó más de una vez si conocía sus andanzas, pero yo siempre le decía lo mismo, que no sabía dónde estaba, y que desconocía totalmente su paradero. Llegó un momento que la policía se encargó de su desaparición. Todos en la oficina fuimos interrogados, cosa que poco sirvió para dar con su paradero. La policía buscó en todos los sitios posibles, pero Roger no apareció por ningún lado.

Debo admitir que en todo momento le oculté algo importante a la policía. La verdad, no sé por qué lo hice. A lo mejor no quería perder el único contacto que tenía con Roger. Lo que le oculté a la policía fue que desde el primer día de su desaparición, chateamos y nos enviamos correos electrónicos. Para ese momento no tenía idea de lo que iba a suceder. Yo creía que Roger iba a regresar al trabajo en unos días.

Lo curioso es que se conectó a las doce de la noche, ni un minuto más ni un minuto menos. Le pregunté por qué había tardado tanto en conectarse, y él no supo responderme. Después me dijo que a partir de esa noche solo se iba a comunicar conmigo por el chat a esa misma hora, que si quería saber de él, solo sería hasta la medianoche.

Todo el mundo está preocupado por ti ―le escribí enseguida.

Lo sé.

¿Qué les digo?

No les digas nada.

¿Por qué?

Ellos no deben saber que chateamos.

¿Es que ya no piensas volver al trabajo?

No me contestó enseguida. Pasaron varios segundos para que me respondiera. Yo espera su respuesta sumido en el éxtasis.

Ya no te veré nunca más ―me escribió.

¿Por qué?

Es difícil explicarlo.

No me digas que te fuiste del país.

Algo parecido ―escribió con mayúsculas.

¿Qué quieres decir?

No me contestó. A los pocos segundos se desconectó, y ya no volvió a conectarse esa noche.

La mañana siguiente lo primero que hice fue abrir mi correo electrónico. Roger me había dejado un nuevo mensaje en mi bandeja donde anexaba unas fotos. Me decía que ya no iba a volver al trabajo, que el único contacto que tendríamos a partir de ese momento ―me lo volvía a reiterar―, sería a través de la red. Las fotos que me había enviado, según me explicó, las había tomado un par de días antes de su desaparición. Todas eran del mismo paraje desértico de las afueras de la urbe, solo que de noche. En la oficina no lo comenté. Hasta ahora no lo he hablado con nadie.

Ya había pasado más de una semana y no se sabía nada de Roger. Solo yo, hasta ese momento, tenía noticias. Todas las noches nos conectábamos a las doce y conversábamos varios minutos. En la mañana, cuando revisaba mi correo electrónico, siempre encontraba un nuevo mensaje. A veces mi amigo me enviaba fotos e imágenes sugerentes. Las que más me llamaban la atención eran las del paraje desértico de las afueras de la ciudad. Parecía que trataba de decirme algo; algo que yo no entendía.

Decidí comentarles del sitio a la policía porque ya habían pasado muchos días desde su desaparición. Estaba preocupado. Obviamente no les di la fuente. Tuve que inventarme una mentira, una que los agentes se tragaron sin atoramiento. La policía dijo que era una buena pista, y rápidamente se pusieron en camino.

Un par de horas más tarde recibí una llamada de la policía. Habían encontrado un cadáver en la cima de un peñasco. Pertenecía a un alpinista. Por las señas que presentaba el cuerpo, la policía supuso que antes de alcanzar la cima, el hombre había resbalado, quedando atascado en una grieta en la parte más lisa del peñón. La víctima luchó para liberarse de la grieta, pero en su intento agotó sus fuerzas. El alpinista murió. Solo encontraron la osamenta, eso era lo más horroroso. El cuerpo había sido devorado por las aves de rapiña, que tenían su guarida en el lugar.

Cuando la policía me informó del hallazgo, caí en el piso. Roger me contó que le gustaba escalar el peñón. Muchas veces intentó convencerme para que lo acompañara, pero nunca consiguió persuadirme. No quería imaginarme que aquella osamenta era la de mi amigo. Mi esperanza de encontrarlo con vida se afincaba en que chateábamos todas las noches; estaba seguro que era él. De eso no me cabe la menor duda.

La policía nos pidió al jefe y a mí ir a identificar lo que quedaba del alpinista. Un gran escalofrío recorrió mi cuerpo. Allí estaban, para aumentar mi dolor y mi tristeza, los mismos pantalones, la misma camisa y los mismos zapatos que más de una vez le había visto a Roger. Luego sacaron una mochila ―que yo mismo le obsequié hacía un par de meses―, donde había un repelente de mosquitos, dos frazadas rojas, una cuerda amarilla, una cantimplora, y un encendedor que en otro tiempo fue mío. No había duda que el hombre que había muerto en el peñón era Roger. A mi jefe tampoco le quedó la menor duda. A las dos semanas el resultado del examen de ADN que se le practicó a la osamenta terminó de confirmar nuestra sospecha.

Salí turbado de la morgue. Era la segunda vez que me tocaba reconocer el cadáver de un amigo. Pero lo que más me causaba sofocación era que Roger, si había estado muerto desde el primer día de su desaparición, ¿por qué se comunicaba conmigo a través del chat todas las noches? Hasta ahora sigue siendo un misterio, el mayor misterio que me ha tocado vivir.

El día que fui a la morgue salí del trabajo sin ganas de hablar con nadie. Decidí caminar hasta mi casa para hacer más largo el camino y el proceso de aceptación. En la calle caminaba tan distraído, que tuve más de un problema con los transeúntes y con el tráfico. Cuando llegué a casa, me eché en el catre a dormir. Solo así podía olvidar todo lo vivido ese día.

Un poco antes de la medianoche desperté agitado. Me acordé de Roger y me volví a echar en la cama para seguir durmiendo. Esa noche no quería conectarme para evitar caer en el manto del misterio. Yo sabía que Roger, o quien fuera, se conectaba a medianoche para continuar con el juego. Por más que luché no pude dormirme. El reloj hacía poco había dado las doce, y yo seguía dando vueltas en la cama.

No logré mantenerme quieto. Me levanté de golpe y corrí hacia mi computadora. Cuando abrí mi correo, vi que tenía un nuevo mensaje de Roger. El mensaje databa de ese mismo día, lo que hizo que me pusiera nervioso. Poco después se conectó. No quise charlar con él enseguida sin antes leer el correo y ver las fotos que anexaba. Como siempre, me hablaba de sus aventuras y de una nueva ocurrencia que lo tenía azorado. Las fotos que me había enviado eran en blanco y negro. Todas pertenecían a aquel desolado paraje donde habían encontrado la osamenta.

Revisé más de una vez el texto y las fotografías, y me quedé pensativo varios segundos. Un frío glacial recorrió mi cuerpo cuando me conecté. Yo sabía que al otro lado estaba Roger esperándome. Mi cuerpo temblaba, como si estaba al borde de un pozo sin fin.

¿Cómo estás, Roger? ―le escribí cuando logré tranquilizarme.

Estoy mejor que antes.

¿Por qué lo dices?

Ahora hago lo que quiero.

Entonces estás mejor.

Sí, ¿pero a qué viene todo esto?

No es nada.

Esa noche chateamos más de dos horas. Hice preguntas que solo Roger podía responder. Todas me fueron contestadas acertadamente. Quedé más turbado y nervioso de lo que ya estaba. Las noches siguientes seguí preguntando cosas que solo nosotros sabíamos. Fue entonces que ya no me quedó duda alguna: la persona que estaba al otro lado era Roger Guzmán.

Una noche le pregunté por qué no chateábamos a otra hora. Me dejó claro que en el lugar donde estaba solo podía conectarse a medianoche. Debe ser el maldito infierno, me dije. Le pregunté qué lugar era, pero no me respondió. Las otras veces que le pregunté sobre el sitio, y siempre intentaba persuadirme. Todo ese misterio estaba empezándome a enloquecer.

En la oficina notaron mi cambio desde la desaparición de Roger. Por los pasillos se comentaba que su muerte me había afectado más que ninguna otra. Era verdad. La gente no sabía lo que me pasaba todas las noches en el chat, precisamente en la medianoche.

En pocos días perdí mucho peso; mi piel estaba verdosa y sin brillo, y ya no tenía el mismo entusiasmo de antes. Algunos de mis viejos camaradas intentaron ayudarme, pero yo empecé a rechazar a todo el mundo. Estaba empecinado con mi amigo cibernético, a quien no estaba dispuesto a abandonar en el inmenso universo de la red.

Un día, en un ataque espontaneo de lucidez mental, busqué a un viejo conocido que era un experto en computadoras. Lo puse al tanto de todo, y le dejé mi máquina a su disposición. Le pedí que investigara de qué computadora salían los mensajes que Roger me enviaba a diario. Después de hacer su trabajo, el hombre me miró fijamente, frunció el ceño, y sonrió un poco.

Te están jugando una broma pesada ―dijo.

¿Qué quieres decir?

Esto suele pasar.

¡Pero qué es lo que pasa! ―grité desesperado.

Todos los correos y mensajes que recibes salen de tu computadora.

¡Cómo es eso posible! ―dije alarmado.

Seguramente en tu ausencia alguien manda los correos.

Caí desplomado. Ya no seguí preguntando porque sentía mi lengua enrollada en la garganta. Pensé preguntarle cómo era posible que Roger y yo chateáramos desde la misma computadora, pero ya no tuve valor de hacerle otra pregunta. Yo sabía que nadie entraba a mi casa en mi ausencia; eso lo sabía muy bien.

Una noche, cuando ya estaba muy débil de salud, le escribí a Roger que esa era la última vez que me conectaba. Él me pidió que no lo abandonara. Me suplicó que no lo dejara solo. Le dije que lo tenía decidido, que ya no había marcha atrás. Desde esa noche no he vuelto a tocar otra computadora en mi vida.

***



Carlos Anchetta es un escritor, editor y guionista salvadoreño.

Libros publicados:

Los cisnes (novela), La oportunidad del silencio (novela), Cuentos acústicos (colección de relatos), La máscara de Abaddón (novela) y Los príncipes (novela).

Premios:

-Primer lugar en Certamen Homenaje a Roque Dalton por el 75 aniversario de su natalicio, 2010 (poesía)
-Mención de honor en Cuentos de Fútbol organizado por Periódico El Gráfico y La Secretaría de Cultura de la Presidencia, 2012 (cuento)
-Premio Nacional de Novela Corta, 2016 (XXIX Juegos Florales de Cojutepeque)
-Mejor guion de cortometraje de ficción, 2018 (Escuela de Comunicaciones Mónica Herrera)
-Premio Hispanoamericano de Novela, 2018 (Juegos Florales de Quetzaltenango, Guatemala).


Comentarios