TANATOESTÉTICA | UN CUENTO DE LUIS ALEXANDER.


Tumba de Lastenia Garcia en el cementerio general de San Miguel.
TANATOESTÉTICA
Con el mayor cuidado posible, Raquel cerró la puerta de servicio tras de sí. Habituada a una vida discreta y silenciosa, en los tres años que llevaba trabajando en ese lugar no se había acostumbrado al chirrido de la puerta por la que ingresaba por la noche y se iba por la mañana. Con agrado, respiró el aroma a pintura nueva, pues esa mañana habían pintado el pasamanos de la escalera.
 Tardó un par de segundos en acostumbrarse a la oscuridad. Subiendo un escalón a la vez y con los antebrazos ligeramente doblados y alzados a sus costados como si fuera una diva de cine, esquivó los muebles viejos que habían sido apilados a lo largo de la escalera junto a la pared. Luego de unos segundos llegó al rellano. Se asomó por una ventanita de vidrio en la puerta. Su compañero recogía unas sábanas y las ponía en una cubeta. Entró. Sin decir nada asintió al joven que se retiraba. 
Pasó al lado de las tres planchas de lavado, de las cuales dos estaban ocupadas. Fue al final de la sala y se miró al espejo que colgaba de la pared cubierta de azulejos. Se miró un par de segundos, de lado derecho, luego del izquierdo. Sonrió. Su cara estaba serena, maquillada con tonos cálidos como si fuera a un evento casual. Sacó una bata de su bolso, cuidadosamente doblada y se la puso. Cogió un par de guantes de un armario metálico sobre el que reposaban varios frascos de aromas fuertes y se los puso. Enseguida sacó del armario una gran caja de plástico en la que guardaba sus cosméticos y volvió al centro de la sala.
Sacó delicadamente una surtida cantidad de cremas, polvos de varios tonos, labiales y brochas de todos los tamaños de su enorme cosmetiquera y con la precisión y meticulosidad de un cirujano los colocó sobre la plancha que estaba desocupada. Se acercó en silencio a sus clientas, mirándolas primero con curiosidad y luego con mucha atención para decidir qué les quedaba mejor.
 La mujer que tendría unos treinta y cuatro años, tenía la piel pálida y enormes ojos negros, que contrastaban con las ondas rojizas de su pelo. La niña, de unos siete años, era morena, de frente amplia y nariz respingada, y llevaba el pelo atado en dos moños a los lados de su cabeza, atados con cintas de colores. 
Por la pulcritud y elegancia de la vestimenta, y si su buen olfato no la engañaba la mujer usaba Channel n° 5 supuso que acababan de salir de casa e iban a una fiesta. 
 Dio una última mirada a sus clientas, solo para cerciorarse y confirmar que había elegido el procedimiento, los materiales y tonos perfectos. Les dio una sonrisa de complicidad, pues iba a dejarlas de impacto. 
Se acercó a la niña. De tres toques aplicó el limpiador y se dispuso a ponerle un poco de base. La niña estaba quieta. Hasta pareció disfrutar las cosquillas y por un segundo le pareció a Raquel que sus espesas y largas pestañas se entreabrían. 
Cerró los ojos un momento. Fue a la plancha contigua, donde tenía sus materiales. Cogió la base, respiró profundo y volvió a la niña.
La mujer se irguió repentinamente. ¡No te atrevas! dijo la mujer con voz hueca, estirando el brazo hacia ella. Raquel retrocedió un par de pasos. La mujer la miró con furia, pero luego de un par de segundos su mirada fue desenfocándose y volvió a quedarse estática.
Raquel se quedó de una pieza. Recorrió el salón de un vistazo para ver si su compañero se había percatado de lo ocurrido, pero entonces recordó que su compañero echaba una siesta en una habitación contigua. Intentó huir hacia la puerta, pero no pudo moverse, vio sobre el dintel el cuadro con el conocido salmo: “El Señor es mi pastor…” intentó persignarse y rezar, pero se le había olvidado como hacerlo. Luego, dando un suspiro, volvió a la carga. Total, solo eran dos clientas inofensivas.

¿Quién eres? le preguntó la niña. Fijándose en la brocha que sostenía en sus manos.  Hoy es mi cumpleaños. añadió, sin darle tiempo a responder. 

A mi mamá no le gusta que use maquillaje, pero mis compañeras de colegio lo hacen. Dice que papá y nuestra religión nos lo prohíben. Mamá me hará una fiesta de princesas y dice que papá vendrá a vernos. ¿Por qué te quedas viéndome así? Dame un espejo. 
Raquel tanteó entre los cosméticos y le pasó su polvera.
¿Qué me pasó? gritó la pequeña, viendo la enorme herida que le atravesaba la frente. ¿Dónde estamos? ¿Qué es esto?

La niña echó un vistazo a su alrededor. Vio los candelabros con velas a medio gastar en una esquina; las flores que habían sido retiradas por la mañana y que por alguna razón todavía no se habían tirado a la basura; en un carrito al fondo de la habitación las navajas, pinzas, hilos, algodones ensangrentados, el frasco de formol a medio tapar y tras la pared de cristal, en una amplia y tenuemente iluminada sala, los suntuosos ataúdes de todos los colores y tamaños. 

¿Esto es una funeraria? ¿Estamos muertas? Luego, como si nada pasara y con un tono dulcísimo siguió: Mi madre solo está dormida. Pronto estaremos en el cielo. Así me lo prometió mi abuela…Cuando tú mueras, ¿irás al cielo? Dicen que los pobres heredarán el cielo, pero mi madre dice que los pobres son unos infelices que van a consumirse en el fuego eterno. ¿Tú eres pobre o tienes mucho dinero? 

Raquel la miró perpleja. ¿Qué era aquello? ¿Estaba volviéndose loca? ¿Desde cuándo los muertos le hablaban? Seguramente estaba volviendo a aquellos episodios de tormentosas alucinaciones. Recordó sus años en la secundaria y las veces en que fue ingresada en una institución para enfermos mentales. De eso solamente le quedaba un borroso recuerdo. Además, había seguido su tratamiento al pie de la letra. Para ella, que había sido criada en una familia religiosa y que tanto miedo tenía de la muerte, maquillar y reconstruir cadáveres era una actividad terapéutica y la había ayudado a superar sus temores.

No podía ser una alucinación, puesto que nunca había tenido una tan nítida. Además, los cuerpos, aunque inertes estaban allí, fríos, palpables... 

Pensó que a lo mejor había sido real. Innumerables eran las anécdotas que había escuchado de sus compañeros, cada una más fantástica que la anterior, pero ninguna tan sorprendente como la de haber entablado conversación con un cadáver. La sorprendió la naturalidad del suceso y el grado de odio que la gente incluso muerta puede arrastrar a su tumba.   


Con afán terminó su tarea con la niña, luego, siendo un poco más agresiva, siguió con la mujer. De nada le servían los prejuicios ahora que no podía usarlos para demostrar superioridad. Ahora solo quedaba el cascarón vacío de ojos opacos y abiertos en un gesto de pavor… Se los cosió. Le aplicó gruesos grumos de relleno sobre las heridas que le surcaban la mejilla, cosió el tajo en el cuello que le había hecho un pedazo de vidrio al chocar el auto, y en una atrevida osadía le colocó uñas acrílicas y las pintó de rojo, dejando las de ambos dedos medios de color púrpura. Un gesto de incredulidad se dibujó en su rostro al notar otra vez la fragancia que usaba la mujer y el tono rojizo de su pelo: Era seguro que el cielo no era su destino. 


Justo cuando desinfectaba sus utensilios para guardarlos, entró su compañero.

¿Cómo ha estado? 
 Lo mismo de siempre. Y añadió con sarcasmo: Cuesta cubrirle a la gente su miseria. Desearían todo natural. Pero imagínate el susto que pasará el pobre San Pedro o Satán al recibirlos. Además, es de mal gusto llegar pálido y descarnado al cielo o a donde sea que vayas.  
Salió de la sala de preparación. Luego, en la sala de velación, fue a servirse un café para celebrar el hecho de que por primera vez la marcada línea entre la vida y la muerte no le parecía tan terrible. Se había abierto una brecha plagada de posibilidades y deseó, con toda la fuerza de su ser que todos los muertos hablaran…
***

Luis Alexander. San Miguel, 1990. 
Técnico de Ingeniería en Sistemas Informáticos y estudiante de Licenciatura en educación con especialidad en Lenguaje y Literatura. Miembro colaborador de La Página Desértica. Ganó el segundo lugar del concurso de cuento durante el Festival Verdad organizado por La Universidad Centroamericana José Simeón Cañas y La Corte Suprema de Justicia. (2007) Ganó los Juegos Florales Morazánicos en  2008.

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